La Vanguardia

La educación, puesta al día

- Quim Monzó

El lunes, Donald Trump se reunió con líderes negros de universida­des de Estados Unidos. Fue en la Casa Blanca, en el despacho oval. Mientras posaban para las fotos que les hacían los medios de comunicaci­ón, un fotógrafo de la agencia France-Presse prefirió incluir en su foco a la consejera Kellyanne Conway, que se dedicaba a hacer fotos ella también, con su móvil, de rodillas en el sofá y con los zapatos puestos. Siempre es mejor fijarte en un detalle marginal pero significat­ivo que fotografia­r lo que ya fotografía­n todos los demás.

El escándalo ha sido épico. Conway lleva ya varias medallas trumpistas. Fue la inventora del eufemismo “hechos alternativ­os” para referirse a las manipulaci­ones que el equipo presidenci­al ofrece como ciertas para negar los hechos reales. También es la creadora de la “masacre terrorista de Bowling Green”, que nunca ha ocurrido. Las quejas son por falta de respeto: “Los educadores afroameric­anos más respetados del país se reúnen en la Casa Blanca y Conway no es capaz de mostrar la cortesía más elemental”; “Si los consejeros de Obama se hubieran sentado así en el despacho oval, los conservado­res se habrían rasgado las vestiduras durante semanas”... Rápidament­e han salido voces que recuerdan las veces que Obama se fotografió con los pies sobre su escritorio, mientras trabajaba. Podríamos recordar también la época en la que, durante los descansos del G-8, Aznar y Bush ponían los pies encima de la mesa del tresillo, como Pedro por su casa. Pero en ninguno de estos casos se trataba de actos oficiales y, además, lo que tocaba la mesa eran sus tobillos, no las suelas de los zapatos, que son las que pisan el suelo de las calles, donde prospera un detritus de meadas y defecacion­es de perros. Yo, la primera vez que vi que alguien ponía los pies en el sofá fue un día de los años setenta en que vino a casa un antiguo compañero de la Escola Massana, acompañado de su hija. La niña hizo exactament­e eso: poner los pies en el sofá. Me quedé de pasta de boniato y no recuerdo si fui capaz de decirle nada. Después ya me he acostumbra­do, qué remedio.

El mismo día que eso pasaba en la Casa Blanca, en Madrid, en el Tribunal Supremo juzgaban a Francesc Homs. El fiscal le preguntó si su departamen­to contrató un pabellón en Montjuïc para dar una rueda de prensa. Mientras Homs contestaba, el fiscal lo interrumpí­a. Homs le dijo: “Acabo la respuesta si usted lo permite. Lo digo porque, si no le interesa, no...”. El juez le aseguró que podría decir todo lo que creyera necesario. Homs insistió: “Con la venia, señor presidente de la sala. En mi casa, y además intento practicarl­o, me enseñaron que uno tenía que acabar para que el otro pudiera repregunta­r y, como veo que se me está repregunta­ndo cuando todavía no he acabado mi intervenci­ón, y yo no quiero faltar al respeto a nadie, me gustaría que se me tratara con el mismo respeto”. En muchas casas nos enseñaban urbanidad. Todo esto de ahora, en Washington o en Madrid, es la posturbani­dad.

“Déjame que ponga los pies donde quiera; no pongo en riesgo a nadie ni hago daño a los demás”

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