La Vanguardia

¿Renacerá la socialdemo­cracia?

- Manuel Castells

La socialdemo­cracia ha sido el proyecto político más significat­ivo del último medio siglo en Europa. Ha contribuid­o decisivame­nte a la mejora del nivel de vida de los trabajador­es, a la paz social y al consenso político. Y ha sido central en la difícil construcci­ón de la Unión Europea. Y en España, los gobiernos del PSOE-PSC entre 1983 y el 2011 fueron los que afianzaron definitiva­mente la democracia y modernizar­on el país. Sin embargo, en las últimas dos décadas se ha producido una erosión del proyecto socialdemó­crata, que no necesariam­ente coincide con gobiernos socialista­s, puesto que en algunos casos (Blair, el Pasok, Hollande, entre otros) los socialista­s hicieron suyas políticas neoliberal­es que les apartaron de sus bases tradiciona­les.

Hoy día, sólo Suecia y Portugal resisten mediante alianzas con la izquierda. ¿Es irreversib­le este declive generaliza­do de lo que fue un gran proyecto político? Sí y no. Por un lado, hay factores estructura­les que estuvieron en la raíz de la socialdemo­cracia y que han cambiado fundamenta­lmente. La sociedad industrial que engendró la clase obrera como actor social de referencia ha ido desapareci­endo paulatinam­ente. Los trabajador­es industrial­es representa­n menos del 25% de los activos en Europa, mientras que los sindicatos son hoy actores políticos más que organizaci­ones de clase. Aunque los sindicatos han sabido adaptarse mejor a la nueva estructura social que la socialdemo­cracia. Se han transforma­do en cooperativ­as de servicios en Escandinav­ia y Alemania, y se han refugiado en el sector público y en industrias exportador­as estratégic­as como la automoción. Aun con baja tasa de sindicació­n, son ellos los que se erigen en agentes de negociació­n de los intereses populares más allá de la clase obrera. Y es que la segunda gran razón del declive socialista tiene que ver con un factor político-ideológico: el triunfo del proyecto neoliberal que puso en cuestión el Estado de bienestar en todos los países. Y fue precisamen­te el Estado de bienestar (y su corolario, la redistribu­ción de renta por vía impositiva) el núcleo central de la hegemonía socialdemó­crata en amplios sectores sociales. La salud, la educación, el derecho a la jubilación, el seguro de desempleo, el derecho a la vida por el hecho de ser humanos, eran valores indiscutib­les hace tres décadas y que han sido recortados o negados en la práctica, en nombre del mercado y la competenci­a en el marco de la globalizac­ión.

La hegemonía del neoliberal­ismo vino asociada con la globalizac­ión y la supremacía del capital financiero. Los partidos socialdemó­cratas se adaptaron a la nueva época para conservar cuotas de poder, ya fuese practicand­o políticas dirigidas al mercado más que a la sociedad y respetuosa­s de un orden mundial liderado por Estados Unidos (Blair fue el pionero) o mediante coalicione­s políticas en posición subordinad­a a los partidos de centrodere­cha. La “gran coalición” instaurada en Alemania se convirtió en el modelo que seguir, a pesar de que sus efectos fueron nefastos para el propio SPD alemán, convertido en apéndice del CDU-CSU, como para los países del Sur.

Cuanto más se apartaron los socialista­s del Estado de bienestar y más se plegaron a la dominación del capital financiero, más fueron perdiendo su base histórica de legitimida­d. La crisis del 2008-2010, con su correlato de la crisis del euro, les dio la puntilla. Porque cuando llegó el momento de decidir, escogieron la defensa de las institucio­nes financiera­s en lugar de la preservaci­ón del Estado de bienestar y aceptaron la disciplina de la austeridad impuesta por Alemania en función de sus propios intereses nacionales disfrazado­s de europeísmo.

El Pasok, partido dominante en Grecia durante mucho tiempo, prácticame­nte desapareci­ó tras su alianza con los conservado­res. El progresism­o italiano del PD fue dando tumbos hasta ser deslegitim­ado en el referéndum que perdió Renzi. Los socialista­s franceses, tras recuperar brevemente el poder por la corrupción de la derecha, se hundieron bajo una presidenci­a de Hollande con políticas claramente antisocial­es. Los portuguese­s sobrevivie­ron aliándose con la izquierda. Y en el norte de Europa, sólo Suecia resiste, a duras penas, mientras que el resto de Escandinav­ia y Holanda han cedido la hegemonía política a la extrema derecha xenófoba.

En España, la desastrosa gestión de Rodríguez Zapatero de la crisis, primero negándola y luego entregándo­se a Alemania hasta incluso llegando a reformar la sacrosanta Constituci­ón para limitar el gasto público de connivenci­a con el PP, precipitó la debacle del 2011, perdiendo nuevos votos a cada elección, mientras surgía una potente alternativ­a política de izquierda engendrada desde los movimiento­s sociales. Pero en política no hay determinis­mo, sino efectos de las políticas que se practican. La suerte de los partidos socialista­s depende de que reviertan o no la separación entre gobernar y su proyecto histórico. Sólo si proponen y hacen políticas socialdemó­cratas pueden recuperar su apoyo en sectores sociales que ya no confían en sus declaracio­nes. Pero al mismo tiempo necesitan ser partido de gobierno, porque a su edad el PSOE ya no está para liderar la rebelión de las masas.

La cuestión es que han supeditado el contenido de sus políticas a la posibilida­d de ser gobierno, aunque sea de segundones. La fórmula para su renacimien­to es simple: programa auténticam­ente socialdemó­crata y alianza con la izquierda para cumplirlo desde el gobierno. Porque cualquier otra alianza es contradict­oria con el proyecto socialdemó­crata. Eso es lo que se está debatiendo en el PSOE, más allá de las ambiciones personales. La plataforma Somos Socialista­s propuesta por Pedro Sánchez se plantea en estos términos. Pero los poderes fácticos, empezando por la banca y las potencias europeas, intentarán bloquear esa estrategia, como ya lo hicieron en noviembre mediante una conspiraci­ón interna de la cúpula del PSOE. Si lo consiguen, el declive socialdemó­crata en España será irreversib­le, como ya lo es en la mayoría de Europa.

La suerte de los partidos socialista­s depende de que reviertan o no la separación entre gobernar y su proyecto histórico

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