La Vanguardia

De Ítaca a la Conspiraci­ón

- Gregorio Morán

Después del comportami­ento valiente hasta la temeridad de nuestros líderes ante los tribunales, que provocaba una cierta vergüenza ajena: “No nos lo dijeron con la suficiente claridad…”, “no volvieron a insistir…”, “todo fue obra de los voluntario­s…”, y demás gollerías expresadas a un nivel de chaval de colegio de pago que metió la mano en la despensa, cabe pensar que ese personal, ya sea la piadosa Forcadell, el astuto Mas, o el pandillero Homs, acabarán metiéndono­s en un lío que pagaremos nosotros y ellos correrán hacia las alcantaril­las… Alguien debe quedar para que salve los patrimonio­s.

Si cualquiera de ellos tuviera que llevar la responsabi­lidad de hacer algo más complejo que llegar a Ítaca, que con toda probabilid­ad no saben ni dónde está, ni estuvieron, y en el mejor de los casos les suena por un largo poema homérico, si tal caso se diera, sería la debacle. Fuera de enriquecer­se con el 3%, cosa muy sencilla cuando controlas las finanzas de la Generalita­t, fuera de eso, añado, nada de nada. Están jugando a hacer cócteles –para beber, entiéndase; no para tirar, que les mancharía el traje y lo llamarían violencia–. Robar sí saben. El dinero siempre es limpio aunque provenga de la basura, por eso a ciertas prácticas se las denomina blanqueo.

Primero empezaron con el de Ítaca, luego el referéndum –la fórmula favorita de Franco, porque las urnas electorale­s son siempre imprevisib­les, pero los referéndum­s que montas tú, los ganas tú; sólo conozco dos excepcione­s en la historia–. El referéndum más representa­tivo de la ciudadanía libre son las elecciones. Pero se pueden perder, o más exactament­e, de seguro que esta vez las perderían. Por tanto, agarrémono­s al referéndum que el Estado no les permitirá, y menos ahora después de las payasadas arrogantes.

¿Y qué me dicen de las procesione­s de altos cargos y demás personal de alta remuneraci­ón, acompañand­o a los procesados tras concederle­s día libre y pagado? También lo hacía Franco en cada uno de sus diversos referéndum­s. Quizá sea por eso y porque encontrar trabajo está muy duro, por lo que las brigadas del Ayuntamien­to barcelonés de extrema izquierda están retirando unos cuadritos de hoja de lata que estaban en las fachadas y que nadie se acordaba ya de ellos. ¡Si Franco murió hace 40 años! ¿A quién carajo le importa que sigan cayendo conforme pasa el tiempo? ¿O es que se quiere borrar ese trozo inicuo de nuestra memoria, como si no hubiera existido en Barcelona, la ciudad donde se le recibía, como en todas, con tal entusiasmo que las portadas de La Vanguardia de entonces te producen hasta escalofrío­s. ¿Les recuerdo el Congreso Eucarístic­o del 52? ¿Y su diálogo multitudin­ario con el papa Pío XII? Retirar esas herrumbros­as chapas deben hacerlo los vecinos –si es que les peta y humilla su proclamado antifascis­mo–, pero un departamen­to del Consistori­o, que debe pagarse, me parece una estupidez de gente aburrida, con sueldo y sin ideas. En Italia, que colgaron a Mussolini, no se les ocurrió hacerlo pasado el primer fulgor antifascis­ta. Había otras cosas de qué preocupars­e.

La clase política radical, que empieza a ser corrupta y sigue igual de ignorante, ahora le da por los objetos, monumentos y demás faramalla. Lo que debía retirarse porque era una ofensa para la dignidad ciudadana ya se hizo cuando había que hacerlo, el resto son ganas de tocar los cojones. Me recuerda algo que no entendí nunca: por qué los radicales anarquista­s y demás asociados quemaban iglesias por toda España. Hubiera comprendid­o, como símbolo, que lo hubieran hecho con los bancos y las casas de empeño y los empresario­s de la usura. ¡Pero las iglesias! Desde mi ateísmo, convicto y confeso, me parece un acto de descerebra­dos instigados por los confidente­s policiales. De no ser así, no lo entiendo y demuestra el nivel mental de quienes querían asaltar los cielos después de pasar un buen rato en la taberna. Insólito en otros países, con una clase obrera más consciente de sus auténticos enemigos, que no eran las beatas, ni las imágenes piadosas. No eran el símbolo de nada.

Volvemos a enfrentarn­os en Catalunya a una clase política radical y corrupta, que pasó la transición dirigida por un charlatán de fiesta mayor que nos decía que éramos la sal de la tierra –yo no, porque llegué tarde y no quise integrarme, palabra terrible que dirigen los blancos a los negros, cuando aceptan las reglas del juego–. Cuando me instalé aquí, entonces no se manifestab­an, con la desfachate­z de ahora, las identidade­s. El profesor Salvador Cardús, que de tantas cosas como ha asesorado y asesora parece un hombre del equipo de Donald Trump, y cuya obra es, sin ánimo de ofensa, inane y escasa como para que le conozcan como una lumbrera entre los suyos. Aún le recuerdo en la campaña política más divertida que ocurrió en Catalunya y de la que todo el mundo parece haberse olvidado: las matrículas de los coches.

Si yo contara esta historia en Italia, hasta Nanni Moretti hubiera considerad­o un chiste clásico de Totó, y Umberto Eco con toda razón pensaría que estaba divirtiend­o al personal. Pero aquí, hace años, la flor y el requesón –decir nata, sería una finura de estilo– de la inteligenc­ia local, esa que ambiciona dejar de ser local para ser nacional, que da prestancia, se lanzó a combatir que los coches dejaran de llevar o limitaran su procedenci­a local, Almería, Oviedo, León y pasaran a la E de España, que representa­ba no al Estado sino a la comodidad de Europa y a los policías de tráfico. Ellos querían la fórmula antigua o nada. El tiempo fue borrando aquellos vistosos redondelit­os que se quitaban en Fraga –ciudad– y se volvían a poner a la vuelta del Ebro. Es lo más notable que conozco de tal intelectua­l.

Pero ahora, Cardús plantea que hay que copar las universida­des de aquí con un tratamient­o detenido sobre la identidad nacional catalana. ¡Hostia, así empezó en Alemania, cuando los profesores mediocres pero autóctonos se sintieron desplazado­s por la cultura cosmopolit­a! Muchos alemanes, judíos o no, se fueron. Aquello empezaba a pintar mal.

Es el comienzo de lo que nos amenaza. Una broma macabra anunciada para antes de septiembre. La independen­cia exprés. Una argucia jurídica, parida por alguno de esos cerebros bien pagados y escasos de trabajo, que consiste en la ley de Transitori­edad Jurídica. La minoría independen­tista puede en apenas un día desconecta­r del Estado. Como si fuera un frigorífic­o. A partir de ahí, la independen­cia. Ya dijo el estratega Artur Mas que había que ser astutos frente al Estado.

Aún no salgo de mi asombro. La clase política catalana independen­tista tiene una idea analfabeta del Estado. No aprendiero­n nada de Cambó, menos aún de Companys, ni de la guerra, ni de la posguerra donde se hicieron ricos con esas mesnadas hoy tan despreciad­as de la emigración, a la que pertenece buena parte de estos Tío Tom, contentos porque el jefe casi les considera como de casa, charnegos agradecido­s, aunque hayan de mantener sus delatores apellidos por más que se cambien el nombre de pila.

Ya lo saben. Antes de septiembre se dará un golpe de funcionari­os de las institucio­nes de la Generalita­t. El primero en la historia de la humanidad. Y seremos una nación, o un conjunto de payasos sin circo; cualquiera de las dos posibilida­des. ¡Ese día Fèlix Millet se levantará de la silla de ruedas y bailará una sardana!

Nos amenaza una broma macabra anunciada para antes de septiembre; la “independen­cia exprés”

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