La Vanguardia

La soberanía llevada al absurdo

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Los caminos de la política actual son inescrutab­les. En el 2001, John Hirst, en la cárcel por homicidio, recurrió contra una norma de 1983 que impide votar a los presos en el Reino Unido. La justicia británica no le dio la razón y Hirst llevó el caso al Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburg­o. En octubre del 2005, el Tribunal Europeo falló a su favor con el argumento de que privarle del derecho a votar era contrario a la Convención Europea de Derechos Humanos.

De entrada, el Gobierno británico aceptó el veredicto, pero luego, presionado por la Cámara de los Comunes, dijo que el derecho de los presos a votar era una cuestión que debía ser decidida por el Parlamento británico, no por un tribunal extranjero. Desde entonces el caso se ha ido complicand­o. Ha habido más demandas similares y en todas el Tribunal de Estrasburg­o ha dado la razón a los presos. El Gobierno británico, que no ha querido dar su brazo a torcer, sostiene que el criterio del Tribunal de Estrasburg­o es indicativo pero no obligatori­o y amenaza con denunciar la Convención Europea de Derechos Humanos (es decir, retirar su firma) si el Tribunal no acepta esta interpreta­ción.

El asunto no tendría mayor importanci­a si no fuera porque, hinchado, tergiversa­do y manipulado por la prensa sensaciona­lista y por los sectores más euroescépt­icos de la política británica, es una de las chispas causantes del incendio que ha conducido a la salida del Reino Unido de la Unión Europea.

Es un hecho sorprenden­te porque el Tribunal Europeo de Derechos Humanos no tiene nada que ver con la Unión. Es un tribunal completame­nte distinto del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, encargado de interpreta­r y aplicar el derecho comunitari­o. Depende del Consejo de Europa, que es una organizaci­ón regional dedicada a promover la democracia, los derechos humanos y el imperio de la ley (inspirada, entre otros, por Winston Churchill, por cierto).

Pero la confusión entre estos dos tribunales ha servido para hacer cristaliza­r la opinión de muchos ciudadanos británicos que no quieren que su país esté sometido a la justicia europea. Se sienten muy orgullosos de sus leyes y de sus tribunales, y no ven razón para aceptar normas ni tribunales extranjero­s.

Los tabloides se han hartado de echar leña al fuego con el argumento de que el caso de John Hirst es una muestra más de la tendencia de Bruselas a inmiscuirs­e en asuntos que no son de su competenci­a. Los euroescépt­icos han alimentado la confusión apelando a la dignidad nacional y, contra toda lógica, nadie ha sido capaz de hacer entender a los ciudadanos que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos no tiene nada que ver con Bruselas y que la sumisión del Reino Unido a este tribunal es fruto de una decisión voluntaria del Gobierno británico, fácilmente reversible.

Todo ello es un buen ejemplo de cómo, con medias verdades y manipulaci­ones, se construye un relato imbatible. Un relato de una engañosa sencillez, que cabe en un tuit. El ciudadano no quiere que le mareen con detalles. Informado del caso por las vías más tendencios­as, ha decidido que no quiere que ningún tribunal europeo diga a los jueces británicos quién puede votar y quién no, ni que ninguna norma europea pase por delante de las leyes británicas. Se acabó. Es una cuestión de soberanía.

El problema es que este mismo ciudadano quiere que los coches que se fabrican en el Reino Unido se puedan vender en toda Europa. Hay muchos puestos de trabajo en juego y no quiere renunciar a ellos. Pero este ciudadano no quiere entender que, para que esto sea posible como hasta ahora, sin trabas ni aranceles, los fabricante­s de coches deben someterse a unas regulacion­es de medio ambiente, emisiones, etcétera, iguales para todo el mercado europeo, que estas regulacion­es deben ser aplicadas por unos tribunales comunes y que no es lógico que estos tribunales sean los británicos, porque los demás países europeos, como es lógico, no lo aceptarían.

Todo esto los políticos británicos son incapaces de explicarlo. Tampoco saben –o no quieren– explicar que, para que las entidades financiera­s británicas puedan operar en la zona euro, también se tienen que someter a unas regulacion­es comunes, aplicadas por unos tribunales también comunes. A unos partidos no les interesa explicarlo y otros no lo consiguen, y el caso es que el mensaje no llega a los ciudadanos, que han decidido que no quieren que su país esté sometido a jueces extranjero­s y que no se hable más del asunto.

El caso daría risa si no fuera porque esta voluntad de no aceptar la jurisdicci­ón de ningún tribunal europeo es uno de los principale­s motivos por los que el Reino Unido abandonará el mercado único, aunque esto cueste miles y miles de puestos de trabajo en el país y, en menor proporción, en el resto de la Unión Europea.

El Reino Unido no acepta la jurisdicci­ón de ningún tribunal europeo; uno de los motivos por los que deja el mercado único

Manipulado­s con medias verdades, muchos ciudadanos británicos no ven razón para aceptar tribunales extranjero­s

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