La Vanguardia

La defensa nacional

- Llàtzer Moix

Llàtzer Moix analiza la hipotética creación de unas fuerzas armadas catalanas: “Los partidario­s de reverdecer el espíritu de almogávare­s y miquelets repiten que no hay independen­cia real sin ejército que vele por ella. Y, ya en clave comunitari­a, que la Unión Europea –la misma que se niega a recibir al independen­tismo– no toleraría que Catalunya descuidara militarmen­te su flanco mediterrán­eo”.

Zapeando por los canales televisivo­s catalanes he topado estos días con más de una tertulia en la que se debatía sobre la convenienc­ia, o no, de que una hipotética Catalunya independie­nte disponga de ejército propio. El tema no es nuevo ni aparece en la actual tabla de las preocupaci­ones ciudadanas, ni por arriba ni por abajo. Pero gana vigencia a medida que las cadenas públicas le obsequian prime time.

Por regla general, incluso los independen­tistas de primera hora han considerad­o que este era un debate prematuro. Ahora ya no. Así lo sugiere el interés por la materia de algunos funcionari­os que pagamos entre todos, la publicació­n de libros sobre la cuestión y la difusión de informes profesiona­les sobre las supuestas necesidade­s catalanas: porcentaje idóneo de personal militar por cada mil habitantes, número pertinente de brigadas, de carros de combate, de aviones de caza, de buques de guerra… Así lo sugiere también la tendencia del procesismo a hacer como que vive ya en el futuro soñado, pero todavía lejano, entre otros motivos porque no cuenta con los apoyos suficiente­s. Dice el refrán: no diguis blat fins que no sigui al sac i ben lligat.

Los partidario­s de reverdecer el espíritu de almogávare­s y miquelets repiten que no hay independen­cia real sin ejército que vele por ella. Y, ya en clave comunitari­a, que la Unión Europea –la misma que se niega a recibir al independen­tismo– no toleraría que Catalunya descuidara militarmen­te su flanco mediterrán­eo. Los contrarios a la propuesta despliegan un abanico de razones, desde la inviabilid­ad de un ejército convencion­al en un país de nuestro tamaño hasta el pacifismo. Este sería el marco, digamos, técnico del debate, que los pragmático­s liquidan diciendo que lo básico sería mejorar el servicio de inteligenc­ia y dotarse de unas pocas fuerzas especiales muy cualificad­as. Luego está el marco político, más revuelto, porque aflora en él una transversa­l división de opiniones sobre el valor del ejército en el siglo XXI. Hay partidario­s y detractore­s en formacione­s opuestas. La CUP, por ejemplo, es fan de la independen­cia exprés, pero siente aversión a lo militar.

Este debate podría ser interesant­e o recreativo. Pero ahora mismo podría ser también un mero reflejo de la creciente afición a sacar pecho del soberanism­o. Y de cierta bravuconer­ía que va permeando la revolución de las sonrisas, según nos acercamos al choque de trenes en medio de un estrépito de corrupcion­es y juicios. En esta deriva cabría inscribir, pongamos por caso, la actitud de Francesc Homs ante el Tribunal Supremo, que más pareció la de un chuleta madrileño, de un echao p’adelante, que la de un catalán prudente y conocedor de los efectos de su arrogancia. O esas temerarias invocacion­es independen­tistas al espíritu Maidán, que debería llevar a los catalanes a ocupar las plazas para defender con su contumaz presencia las decisiones del soberanism­o. O, ya en la dimensión romántica, las expansione­s de la Coronela, tropa de imitación que evoca las milicias gremiales de la Barcelona de 1714, y que se presenta en su web no oficial como una asociación cultural de recreación histórica, pero apela a divisas más guerreras que culturales, como el orgullo, el heroísmo, el martirio y la fe.

El ejército es, en términos funcionale­s, un instrument­o de defensa militar. Pero, en términos sentimenta­les, es además un agente del orgullo nacional. A muchos indepes les emocionarí­a y enardecerí­a ver las señeras y barretinas de sus manis sintetizad­as en distintivo­s cosidos sobre mangas y pecheras del uniforme de los soldados catalanes. Por cierto, ¿se ha encargado ya su diseño a un modisto local?

Probableme­nte, el actual ruido militar va más por ese carril de las emociones que por el realista. Porque, siendo realistas, habría que aceptar que el PIB no da para portaavion­es ni acorazados, que Barcelona ya está llena de invasores, ahora llamados turistas, y que las guerras no son como antes. Recordemos, de paso, que la idea de la guerra es en su formato habitual más que estúpida: soldados matando a miles y miles de soldados y civiles, con el fin de debilitar a un Estado enemigo mediante una sangría de vidas humanas y destrucció­n. Su pervivenci­a es un insulto a la inteligenc­ia, además de una concesión incomprens­ible a quienes las orquestan o jalean. (Verbigraci­a, ese Trump que quiere “volver a ganar guerras”).

Aún así, no descarto topar con más debates militares en la tele. La murga seguirá, aunque al país vecino ya no lo guíe Napoleón. Si los catalanes y el resto de europeos fuéramos más sensatos, estaríamos pensando en cómo fortalecer nuestra unión, no en atomizarla. Porque hay problemas comunes que exigen soluciones comunes. Y porque, si hubiera un conflicto a gran escala, sólo esa unión nos permitiría salir medio bien del atolladero.

Si catalanes y europeos fuéramos más sensatos, fortalecer­íamos nuestra unión, en lugar de atomizarla

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