La Vanguardia

Con Agar, el día 8

- Carme Riera

Hace unos años en un curso de la Universida­d Complutens­e bautizado con el nombre de Mujeres Creadoras, que Nélida Piñón y yo dirigimos conjuntame­nte, la escritora brasileña, posible premio Nobel, hizo referencia a la figura bíblica de Sara, la mujer del patriarca Abraham, de la que, en su opinión, emana la memoria femenina que se perpetúa en silencio a lo largo de los siglos.

Según el pasaje bíblico (Génesis, 18), en el momento en que Dios se aparece a Abraham Sara no está presente, pero escucha la conversaci­ón de Adonay con su marido. Así se entera de que Yahvé le dice que ella le dará un hijo y entonces se ríe. Se ríe de la promesa de Dios porque le parece imposible: Abraham tiene más de cien años y ella, al parecer, ha cumplido noventa. Abraham actúa como depositari­o de la palabra de Dios, mientras que Sara es sólo la sombra que escucha a escondidas esta palabra. Una palabra que la afecta pero que no le va directamen­te destinada. Abraham está ligado a la memoria de Dios mientras que Sara es la memoria del testigo oculto que no se fía de la promesa de Dios.

Nélida Piñón tenía razón al considerar que la memoria femenina es comparable a la de Sara. En efecto, a menudo es la memoria de un testigo marginal, periférico, que ha tenido que usar a veces palabras que la degradaban, palabras impropias, palabras prestadas, palabras escuchadas en secreto que, como si fueran retales de un vestido, han sido aprovechad­as, a pesar de ser palabras que provenían de un diálogo entre un Dios masculino y otro ser masculino, creado a su imagen. Pero aún así yo prefiero poner énfasis en la risa de Sara.

La actitud escéptica que evidencia su risa –es imposible que ella conciba un hijo porque ha sobrepasad­o la menopausia, pero también que Abraham, en una época sin Viagra, sea capaz de engendrar– pone en cuestión el mensaje de Yahvé. Sara escucha y almacena aquello que ha escuchado y se ríe.

No olvidemos que las mujeres, a pesar de la marginació­n y la invisibili­dad, nos hemos reído a lo largo de la historia, especialme­nte entre nosotras, algo que, durante siglos, casi hasta anteayer, fue considerad­o un síntoma de estulticia, locura o incluso de lascivia. El cristianis­mo consideró el mundo como un valle de lágrimas. En consecuenc­ia, lo adecuado era llorar y no reír. Además los textos sagrados nunca se refieren a que Cristo o los apóstoles se rieran. Tampoco en la inmensa mayoría de hagiografí­as se menciona que los santos rieran. Los filósofos griegos también despreciab­an la risa y todavía más a las mujeres. Platón, por ejemplo, considerab­a que reírse era negativo e impropio de los hombres sabios y virtuosos.

Si recuerdo el episodio bíblico y trato de sacarle partido es porque dentro de tres días, el miércoles día 8, se conmemora el día de la Mujer Trabajador­a que este año en muchos países del mundo se celebrará con una huelga. La convocator­ia del PIM (Paro Internacio­nal de Mujeres) es global y trata de llamar la atención sobre la invisibili­dad, la marginació­n y la vulnerabil­idad femenina. Se propone que el próximo día 8 las mujeres dejen de trabajar no sólo fuera de casa sino dentro de esta, en lo que concierne a las labores domésticas y cotidianas, no hace mucho llamadas propias de su sexo: cocinar, lavar, fregar, cuidar de los niños o de las personas mayores, etcétera, por las que no perciben remuneraci­ón alguna.

La convocator­ia, que tiene en internet el mejor aliado, se inspira en el día Libre de las Mujeres de Islandia, que el 25 de octubre de 1975 decidieron no trabajar para demostrar así que eran absolutame­nte necesarias. La comprobaci­ón fue tan patente que cinco años después tenían una presidenta de la república en lugar de un presidente.

Sara y su risa pueden funcionar como protesta, y de hecho así ha sido a lo largo de los siglos, pero tal vez a estas alturas sería mejor reivindica­r a la otra mujer de Abraham. Me refiero a la esclava Agar, maltratada por Sara después de habérsela ofrecido a su marido para que le diera el hijo que ella no podía parir. Agar no expía en secreto ningún diálogo, no es memoria de la memoria, ni roba las palabras para almacenarl­as ni se ríe. Tampoco llega a ser la madre de los profetas futuros, como milagrosam­ente lo será después Sara. Agar no tiene más condición que la de esclava –eso siempre queda claro en el relato bíblico– frente de la esposa legítima de Abraham. Es la marginada, expulsada por Sara tras dar a luz a su hijo, camina por el desierto hacia el exilio cuando se le aparece un ángel y ella se enfrenta al ángel e incluso a Yahvé, pues “sigue con la vista a quien la ve”, según nos asegura el Génesis, 16, algo que está absolutame­nte prohibido en la religión judía puesto que a Dios nadie lo puede mirar ni siquiera nombrar.

Salvando las distancias –desde el relato bíblico ha llovido mucho– necesitamo­s hoy muchas Agars, quizás más que Saras, que con sus voces atrevidas y disidentes nos ayuden a todos, mujeres y hombres, a construir un mundo menos misógino o, lo que es lo mismo, más solidario y más justo.

Necesitamo­s hoy muchas Agars que con sus voces atrevidas nos ayuden a todos a construir un mundo menos misógino

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ÓSCAR ASTROMUJOF­F

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