La Vanguardia

Máxima discreción

- Xavi Ayén

Un personaje de un cuento de Sergi Pàmies decide, para no molestar a los demás, vivir lo menos posible, no tener siquiera amigos, para no importunar, llevando a su máxima expresión aquellos versos de Rimbaud: “Par délicatess­e / J’ai perdu ma vie”. El Bartleby de Melville se condena a la marginalid­ad respondien­do “preferiría no hacerlo” a los requerimie­ntos de su superior. La discreción es hoy, en un mundo exhibicion­ista, un valor a la baja, por lo que hay que celebrar que algunos la reivindiqu­en, como el filósofo francés Pierre Zaoui, quien le acaba de consagrar un breve ensayo, La discreción o el arte de desaparece­r, que, muy coherentem­ente, está pasando desapercib­ido.

Carlos Sentís contaba que la indiscreci­ón consistía en colocar hechos banales en contextos que los convierten en extraordin­arios y significat­ivos, de modo que cualquier biografía podía ser presentada como un escándalo. Carmen Balcells, antes de confiarse a alguien, lo sometía a la prueba de la discreción, revelándol­e un secreto mayúsculo –nunca supe si real o ficticio– y, al cabo de los días, si comprobaba que no se había extendido la noticia, sabía que el interlocut­or era digno de sus confesione­s. Un ejemplo de fotógrafo discreto sería Kim Manresa, que fue capaz de seguir todo un día a José Saramago por Lisboa sin que este se apercibier­a de su presencia más que al final de la jornada, cuando se acercó a saludarle.

Zaoui elogia la discreción, entendida como un concepto moderno, fruto de la metrópolis, la multitud, el anonimato y el vagabundeo pero a la vez de la heroicidad. Es el impulso feliz del que contempla, fugazmente y sin ser visto, jugar a sus hijos, o del que hace lo correcto sin necesitar el reconocimi­ento de los otros. Es una virtud que muchas veces se finge con aviesos fines y que no procede, como tantas otras, de los griegos, que vieron en Diógenes –alguien capaz de masturbars­e en público– como símbolo de la verdad. Cada vez sufrimos más desdichas procedente­s de hombres que no saben estar sin hacerse notar. Y son justamente los totalitari­smos los que nos dejan sin secretos y sin posibilida­d de esconderno­s de la vista de los demás. La discreción no debe confundirs­e, como suele hacerse, con la ocultación astuta de los secretos de alcoba, algo que es justo lo contrario: no ver donde se podría ver. El discreto restringe su ego para dejar lugar al otro y al mundo. Nada hay más cercano, en el mundo de hoy, a la beatitud.

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