50 años de la ‘Populorum progressio’
El día de Pascua de 1967 el beato Pablo VI firmó su encíclica social sobre el desarrollo de los pueblos. Era un momento dulce de su pontificado. En menos de cuatro años había celebrado las tres últimas sesiones del concilio Vaticano II, había inaugurado los viajes papales de la época contemporánea, había escrito la encíclica sobre el diálogo, había ido facilitando los medios para la aplicación del concilio. Una de estas herramientas era el dicasterio sobre “Justicia y Paz”. La paz del mundo le preocupaba. Por eso había ido a hablar a la ONU y acababa de instituir la jornada de plegaria por la paz a celebrar cada fin de año.
Con la encíclica social ahora desvanecía definitivamente la interpretación de algún teólogo de renombre. En efecto, había quien consideraba que estos documentos papales eran una forma de recuperar en el plan moral el dominio temporal del tiempo de los Estados Pontificios. No, el concilio había situado de nuevo el lugar de la Iglesia en el mundo y precisamente acababa de dar doctrina social en el último documento aprobado, el más extenso. En el futuro, todos los papas escribirían documentos mayores sobre el tema.
El texto de la Populorum progressio ,enla línea de todo lo que había escrito Juan XXIII en su breve pontificado, quería ir más allá de la afirmación bíblica que Pío XII había escogido como lema, “La paz es obra de la justicia”. Ahora Pablo VI afirmaba: “El desarrollo es el nombre nuevo de la paz”. Y lo expresaba con dos líneas de pensamiento que quería transmitir y que conformaron las dos partes del texto.
La primera era fruto de la admiración hacia el humanismo integral expuesto por J. Maritain. Así pleiteaba por un desarrollo integral de la persona – “todo el hombre y todos los hombres”–, que insertaba en la dinámica concreta del desarollo expuesta por el dominico francés L.J. Lebret. No olvidemos que, ideológicamente, el papa Montini era tributario del pensamiento del otro lado de los Alpes.
La exposición que conformaba la segunda parte de la encíclica miraba sobre todo el continente asiático y a la América Latina, que habían hecho oír su voz en el concilio. Propugnaba, pues, un trabajo de desarrollo solidario de la humanidad, sabiendo que “el hambre de instrucción no es menos deprimente que el hambre el alimentos: un analfabeto es un espíritu subalimentado”. El hambre en el mundo no era sino el aspecto más desgarrador de la pobreza. La asistencia a los débiles pedía una equidad en las relaciones comerciales y una caridad universal. “El mundo está enfermo. Su daño radica no tanto en el agotamiento de los recursos naturales o su acaparamiento por algunos como en la falta de fraternidad entre los hombres y entre los pueblos”.
Este tono profético, proclamado con firmeza, encontró fuerte resistencia. El arzobispo Ramon Torrella decía –y tenía razones para emitir este juicio– que muchos poderes públicos opuestos a la encíclica encontraron la manera de vengarse uniéndose el año siguiente a algunas voces intraeclesiales. Fue cuando Pablo VI, tratando el tema de la regulación de la natalidad, propugnó que no se trataba de suprimir a los comensales sino más bien de multiplicar los panes.
Con el advenimiento del primer Papa latinoamericano, Francisco, el tema del deseo de una Iglesia pobre y para los pobres se ha vuelto popular en la mente del cristianismo. Pero hay que remontarse a toda la obra que, a través del concilio, llevó a cabo Pablo VI, y especialmente a su encíclica sobre el desarrollo. En este ambiente nació el año siguiente, de la mano de G. Gutiérrez, la teología de la liberación. Y el mismo papa inauguró la conferencia de Medellín, que encontraría continuidad en otras del episcopado latinoamericano, especialmente las de Puebla y Aparecida. La opción preferencial por los pobres empezaba a tomar cuerpo.
El continente europeo, a pesar de ser tributario de muchas tensiones de la época posconciliar, ha ido abriendo los ojos a las nuevas formas de pobreza y ha tenido que rebajar la autosuficiencia que ha marcado muchos años la Iglesia y la sociedad. En el fondo, es todo el mundo que tiene que redescubrir como la paz tiene que ser fruto de la justicia y, por tanto, del desarrollo armonioso de los pueblos.
El deseo de una iglesia pobre y para los pobres del papa Francisco nace de la encíclica de Pablo VI sobre desarrollo