Río, víctima del abandono
El domingo 21 de agosto del 2016, Río de Janeiro clausuró sus Juegos Olímpicos con una ceremonia en el estadio de Maracaná. Ni siquiera Juan Antonio Samaranch se habría atrevido a afirmar que habían sido los mejores de la historia, pero medio año después el balance paradeportivo es aún más triste. La inversión, calculada en torno a los diez mil millones de euros (43% de fondos públicos), ha dejado una herencia que los brasileños consideran desoladora. Entre los apartados positivos se suele citar la ampliación del metro (de Ipanema a Barra de Tijuca) y las mejoras, evidentes, en la zona portuaria. Pero el resto son puntos negativos. Los intentos de sanear la bahía de Guanabara y la de Lagoa se han saldado con un fracaso rotundo. El parque olímpico de Deodoro, sede de la bicicleta de montaña, el rugby a 7 y el piragüismo, está cerrado y el deterioro avanza a pasos de gigante. Tampoco se está conservando como sería preciso el mítico Maracaná, en estado de abandono creciente por una disputa entre las distintas administraciones encargadas de su mantenimiento. El césped ha desaparecido, la luz está cortada por impago, los ladrones han requisado todo objeto de valor... “Es un basurero gigante”, ha señalado un periodista que logró entrar hace un mes. Y el parque Olímpico, en Barra de Tijuca, que debía convertirse en un Centro Olímpico de Entrenamiento, apenas ha acogido un par de acontecimientos deportivos después de los Juegos y las instalaciones se degradan. Donde florecieron el centro acuático, salas polideportivas, pistas de tenis, el velódromo... una extensa zona de 1,8 millones de m2, ahora hay instalaciones abandonadas protegidas con rejas y cadenas. “La crisis que sufre Brasil no nos permite hallar inversores interesados”, explican los responsables políticos. La ‘herencia’ de los Juegos de Río es la de una conservación imposible.