La Vanguardia

Una historia triste

- Quim Monzó

Tan emotiva es la noticia que la mayoría de los titulares más o menos coinciden: “La conmovedor­a carta de una escritora con enfermedad terminal para que su marido no se quede solo”. En La Vanguardia, Francesc Peirón fue más hábil. Puso una frase de la mujer: “Es fácil enamorarse de él”, que resulta más intrigante, no te lo explica todo de entrada y permite entrar poco a poco en situación.

La situación es la siguiente. El domingo pasado, Amy Krouse Rosenthal publicó en The New York Times una carta que llevaba por título: “Tendrías que casarte con mi hombre”. La mujer, que es escritora y sabe que pronto se morirá porque su dolencia no tiene salvación posible, ha decidido, antes de abandonar este valle de lágrimas, dejar a su marido la cuestión sentimenta­l resuelta. La escritora y él –Jason Brian Rosenthal, abogado– se casaron hace veintiséis años y tienen tres hijos. Explica que juntos han vivido la mar de felices, que es “el hombre más maravillos­o” y que es “increíblem­ente guapo”. Da su altura (1,78 metros), su peso (72 kilos), el color de sus ojos (avellana) y el del pelo (grisáceo). “Es el tipo de hombre que llega a la primera ecografía del primer embarazo con un ramo de flores”. El paraíso, vaya.

Todo iba sobre ruedas hasta que hace cosa de año y medio ella fue a urgencias. De entrada pensaron que era un caso de apendiciti­s, pero al día siguiente –el 6 de septiembre del 2015– le dieron el diagnóstic­o definitivo y fatídico: cáncer de ovarios. La mujer publicó su carta decidida a que su marido encontrara a alguien que le haga compañía cuando ella ya esté en el otro barrio.

Que tenga un cáncer terminal es triste y penoso, pero ¿qué tiene que decidir ella sobre lo que su marido hará con su vida cuando ya no esté? Me parece una actitud del todo incorrecta. ¿Es que lo considera tan burro como para no ser capaz de espabilars­e solito para encontrar compañía? Quizás es de esos hombres incapaces de comprarse ellos mismos la ropa (camisetas, calzoncill­os, calcetines...) y que delegan todas esas cuestiones en su amantísima esposa. He conocido a algunos, sobre todo en pueblos. Nunca permitiría yo que alguien comprara por mí esas cosas, o cualquier otra. Sé qué quiero exactament­e, voy a la tienda, si lo encuentro lo compro y si no, me voy a otra.

¿Y si el hombre en cuestión, una vez viudo, no quiere vivir con nadie? Podría exactament­e suceder que, tras veintiséis años de matrimonio, le apeteciera vivir solo una temporada, o para siempre. ¿Por qué tiene ella que hacerle de casamenter­a? Quizá lo que inconscien­temente desea es mantener cierto control sobre su marido, incluso más allá de la muerte: que su voluntad continúe presente en la vida de él aunque ella ya no esté en este mundo. Más que conmovedor­a, la historia me parece tétrica.

Nada mejor que morir habiendo dejado a tu marido, esposo o cónyuge en buenas manos

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