La Vanguardia

Braulio Solsona

- Julià Guillamon

La primera vez que oí hablar de Braulio Solsona fue a Josep Palau i Fabre. En los años cuarenta, en París, en un momento en que Palau estaba sin blanca, Solsona le proporcion­aba curritos. Tenía la representa­ción de una serie de diarios latinoamer­icanos. Si le daba pereza o no podía hacer una entrevista, mandaba a Palau, que hacía de negro. Así entrevistó al joven Julio Cortázar, que acababa de llegar a Europa.

Yo me imaginaba siempre a uno de aquellos republican­os de café, apoltronad­os en el exilio. Pero en una investigac­ión en la que estoy metido acabo de leer El señor gobernador, que Solsona publicó en 1935, donde explica un montón de anécdotas de su etapa de gobernador civil de Burgos, Huelva y Alicante, en los años de la República. He descubiert­o a un hombre honesto, inteligent­e e irónico. El libro es un retrato demoledor del caciquismo y de sus representa­ntes, que intentaban volver a chupar del bote en el nuevo régimen. En noviembre de 1931 lo destinaron a Burgos. Todos hablaban mal de los otros, y pretendían ser mentores del nuevo gobernador. Un día recibe la visita de un alcalde que se presenta: “yo soy adito”. “¿Adicto a quién?” –le preguntó Solsona–. El alcalde respondió cachazudo: “Adito”. “Pero hombre, ¿adicto a qué partido? En el Gobierno están representa­dos el partido de Acción Republican­a, el Radical Socialista, el Radical, el de Alcalá Zamora, el socialista... ¿A cuál de ellos está usted adherido?” Contesta: “Ya se lo he dicho a usía, yo soy adito”. “Y no hubo manera de sacarlo de ahí. El hombre era adicto al que mandaba, fuera quien fuera.” Otra vez se enteró de que en el pueblo de Carcedo multaban a los que no iban a misa. Convocó al alcalde. “Qué

He descubiert­o a un hombre honesto, inteligent­e e irónico, que traza un retrato demoledor del caciquismo

hay por el pueblo?” –dijo despistand­o–. El secretario quiso intervenir. Solsona no se lo permitió: que hable el alcalde. “Pues en el pueblo no pasa ná... ¿Que hay alguna denuncia?”. Solsona soltó que tenía noticias de que no todo el mundo se comportaba adecuadame­nte, que algunos rebeldes no cumplían con sus deberes y que se pavoneaban de ello. Gente que no iba a misa... El alcalde picó a la primera: “¡Ea! Pues es verdad”. Y como Solsona le azuzaba, explicó que ponía multas. “¡Bien hecho!” –le dijo– “¿Verdad que si?” Y le impuso a él una multa de 100 pesetas “por no haberse enterado todavía de que ejerce la autoridad en un Estado laico, en el que se toleran todos los cultos pero se respeta al que no quiere practicar ninguno.”

Solsona escribe un gran elogio de los viajantes de comercio catalanes que, cuando empezaron las discusione­s sobre el Estatuto, las pasaban canutas. En los cafés algunos parroquian­os sugerían dejar de tomar Anís del Mono. La familia de Braulio Solsona formaban parte de la clase media valenciana, castellano­parlante. A los quince años lo mandaron a Barcelona a formarse en una empresa de tejidos. Pero en Burgos era el gobernador catalán. Le montaron una manifestac­ión en contra, con ocho o diez mil personas. A pesar del apoyo de los partidos republican­os, decidió cambiar de aires y a los cuatro días volvían a mandar los de siempre.

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