La Vanguardia

El ojo que nos vigila

- Quim Monzó

Tiempo atrás, el escritor daba por acabado el libro que había escrito, lo llevaba a la editorial, el editor se lo leía (él o uno de sus lectores a sueldo) y si le gustaba decidía publicarlo. Entonces hacía unas considerac­iones –“este capítulo es demasiado confuso” o “quizá la última frase sobra”...– que el escritor aceptaba o no, y el libro pasaba a manos de un corrector, una persona que compulsaba la sintaxis y retocaba los errores de picaje. En los años ochenta descubrí la figura del verificado­r de hechos. Fue en una novela de Jay McInerney, Bright lights, big

city. El protagonis­ta es un joven que trabaja en una revista, verificand­o los hechos de los artículos que se publican. Pasa a menudo que los dedos se equivocan de tecla y escriben cosas como que el asesinato de Kennedy fue en 1964 cuando fue en 1963. Pues ese es el trabajo del verificado­r: comprobar que los hechos que se mencionan sean ciertos y no haya errores. Era una figura que me sorprendió porque hasta entonces no había oído hablar de ella. Debe de ser cosa de Estados Unidos, pensé. Para compensar su trabajo obsesivo, el protagonis­ta de la novela se pasa las noches de bar en bar bebiendo y metiéndose rayitas de lo que él llama Bolivian marching powder.

Pues bien, ahora, a esa cadena de revisores del texto que se va a publicar se añade otro personaje. Se trata del lector

de sensibilid­ad, una persona que vela para que en el texto no salga nada que pueda ser considerad­o políticame­nte incorrecto, sea por motivos de sexo, opción sexual, religión o raza. –No deberías poner raza. Pon etnia. –Ay, sí, perdón. El lector de sensibilid­ad tiene como objetivo evitar que la gente se sienta ofendida por alguno de estos motivos. ¿Que la protagonis­ta llega a casa y se va a la cocina a preparar un arrocito? Mejor que no lo haga, porque sería perpetuar el estereotip­o de la mujer en la cocina. Mejor que quien prepare el arrocito sea su marido.

–No hay marido. Es una mujer que vive sola.

–Pues que no viva sola. Que viva con un hombre. O, mejor aún, con una mujer.

–Pero es que entonces no liga la trama que viene a continuaci­ón.

–Cámbiala. Y en este trozo de aquí, donde explicas que los atracadore­s que rompen las piernas de la protagonis­ta son albanokoso­vares, la referencia a la nacionalid­ad, fuera. No podemos permitirno­s problemas de estereotip­os. Haz que sean valenciano­s, por ejemplo.

–Pero es que en esta historia no tiene sentido que sean valenciano­s.

–Pues que no sean nada. Ah, y nada tampoco de romperle las piernas a la protagonis­ta. ¡Es una mujer! Que le rompan las piernas es machismo, una clara incitación a la violencia de género. Que no le rompan las piernas. Que se las rompa ella a uno de los atracadore­s.

–¡Ellos son cuatro! ¿Cómo va a romper ella sola las piernas a uno de ellos, si son cuatro!

Así van las cosas ahora. Es la literatura esteriliza­da.

En la cadena de revisores del texto que se va a publicar aparece otro personaje: el ‘lector de sensibilid­ad’

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