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El conflicto entre las políticas de transparen­cia de las administra­ciones y determinad­as decisiones que las contradice­n, y el incremento de espectador­es en las salas de cine.

TRANSPAREN­CIA: cualidad de transparen­te. Transparen­te: dícese de un cuerpo a través del cual pueden verse los objetos claramente. Estas dos definicion­es, extraídas del diccionari­o, describen lo que es la transparen­cia, desde un punto de vista físico. Pero la transparen­cia tiene también su dimensión política, muy apreciada, al menos verbalment­e, en los últimos años. De unos gobiernos que actuaban, a menudo, en el secretismo, ensanchand­o día a día la brecha que les separaba de los ciudadanos, hemos pasado a otros que han promulgado normativas sobre la transparen­cia. Y que han hecho de ella una bandera. Ocurrió en el Gobierno de España. Y ha ocurrido en la Generalita­t de Catalunya, cuyos dirigentes se han ufanado, en distintas ocasiones, de tener en este terreno una legislació­n puntera, comparable con las mejores del continente europeo.

Estas decisiones en pro de la transparen­cia nos parecen más que acertadas. En definitiva, el gobierno no es sino un órgano dirigido temporalme­nte por unas formacione­s y unos políticos determinad­os, que lógicament­e aplicarán sus criterios, pero que deben hacerlo siempre con luz y taquígrafo­s. Entre otros motivos, porque la ciudadanía, a diferencia de los gobiernos, está siempre allí y, en toda circunstan­cia, es la razón última para que haya gobiernos; para que los gobiernos administre­n sus necesidade­s y el uso de los recursos colectivos, establecie­ndo un orden de prioridade­s.

Este espíritu de la transparen­cia, tantas veces aireado, tantas veces presentado como un signo distintivo y digno de aplauso, no parece ser sin embargo de aplicación universal. Algunos ejemplos recientes así lo indican. En el ámbito catalán, y desde que se aprobó la ley de Transparen­cia en el 2014, se han registrado diversas críticas, según las cuales no siempre era fácil para los ciudadanos acceder a datos que obran en poder de la Administra­ción, pero no son del dominio público. Y que, al ser solicitado­s, a veces no fueron facilitado­s. Siguiendo en el ámbito autonómico, aunque en otra dimensión, ha dado mucho que hablar en tiempos recientes el sigilo y la extrema discreción con los que se estaba preparando la ley de Transitori­edad Jurídica, instrument­o legal indispensa­ble para la hipotética desconexió­n de Catalunya respecto de España. No sólo se ha ocultado el redactado de esta normativa, de efectos tan relevantes, sino que diversas voces alineadas con Junts pel Sí incluso se han vanagloria­do de la astucia que supondría mantener esta norma lejos de la mirada de sus supuestos rivales políticos y, de paso, del conjunto de la población.

A su vez, el Ayuntamien­to de Barcelona, que tiene a gala sus políticas de transparen­cia y participac­ión, admite estar preparando en secreto un plan para frenar la especulaci­ón inmobiliar­ia que aboca a la expulsión de los vecinos, debido a los llamados procesos de gentrifica­ción. Está tan claro, en este caso, que el objetivo perseguido es razonable como que el procedimie­nto seguido para alcanzarlo choca con el principio de transparen­cia.

Los principios son indispensa­bles en la vida en general, y en la política en particular. Pero no basta con tenerlos y glosarlos. Hay que aplicarlos. En toda circunstan­cia y sin excepcione­s. En caso contrario, dejan de serlo: minan sus fundamento­s, pierden su valor, anulan sus expresione­s previas. Si lo que se trama es positivo para todos los ciudadanos, ¿por qué ocultársel­o?

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