Dos en la carretera
En el 2019, los vehículos que tengan más de veinte años no podrán circular por Barcelona. Teníamos un plan. El próximo verano, jubilaríamos su viejo Opel Corsa como se merece, conduciendo hasta Vladivostok, para que descanse en paz frente al Pacífico. Si no llegábamos, volveríamos en avión desde donde el coche dijera basta.
Es sábado, pasaremos el finde en la montaña. Estamos tan emocionados planificándolo todo, que se salta la salida de la autopista. Nos perdemos un poco, miro el GPS, me mareo, damos vueltas buscando la dirección correcta, discutimos otro poco. Sabemos que para acceder a China se necesitan un montón de permisos y que si entras en Mongolia en coche, tienes que salir en coche, no puedes dejarlo ahí. Sabemos cuánto cuesta el visado a Rusia. Calculamos que el viaje durará cinco semanas.
Su intención es que vayamos por Turquía, Irán y Turkmenistán. Uf, le comento en el restaurante (hemos parado a comer), no sé yo si esas fronteras son muy seguras. Lo consultamos en internet, a través del móvil, mientras nos sirven los primeros. La web del Ministerio de Exteriores es muy alarmista, advierte él. Ya, pero soy una tía, respondo. ¿Y qué? Bueno, que en una situación de riesgo, tengo más números de que me pase algo. ¿Por qué? Volvemos a discutir. Vaya, la intrépida no lo es tanto. Mira, si voy como periodista, me informo, busco contactos allí que nos guíen. Pero si vamos de vacaciones, quiero disfrutar del viaje, que suficientes contratiempos tendremos ya como para preocuparnos más de lo necesario.
Odio las metáforas automovilísticas. Un exnovio mío decía que en las relaciones siempre va con el freno de mano puesto, y cuando llega a una rotonda, acaba tomando el camino de vuelta. De repente, en este restaurante de carretera, mi ilusión se ha metido en un atasco. Me temo que esto nuestro no fluye, dice mi nuevo novio, con el tono de un parte de tráfico. Estaba dispuesta a pasar cinco semanas durmiendo en una tienda de campaña o en el asiento reclinado del Corsa, haciendo pis en países donde no hay váter, pasando calor, manchándome las manos cada vez que hubiera que cambiar una rueda. Estaba dispuesta a ir al fin del mundo, o hasta donde nos llevara esta aventura. Y ahora las incomodidades que asumiría feliz no se valoran frente a un par de observaciones (ni siquiera son pegas) hechas antes de empezar.
Supongo que los viejos utilitarios contaminan mucho, pero les aguantas unas manías que no le toleras a un coche recién estrenado, al que exigirás cosas absurdas, como que reluzca y huela a nuevo. Quieres llevarlo tú, con la sensación de que es él quien te lleva. Su motor es tan moderno que resulta imposible de entender. Si falla cualquier detalle, lo cambias por otro, en
plan renove. Y al final, lo dejas aparcado y optas por la bici, con la que a lo mejor no llegas muy lejos. Pero te sale más a cuenta.
Los viejos utilitarios contaminan mucho, pero les aguantas manías que no toleras a un coche nuevo