El cristianismo no es una ideología
Da igual que ganen las elecciones los conservadores que mantienen cierta proximidad con el catolicismo (caso del PP) o las izquierdas inspiradas en lo que Enric Juliana y Emmnuel Todd denominan catolicismo difuso: buenismo fraternal, exhibición de bellos sentimientos (festival de música en favor de los refugiados) y un fanatismo laicista que recuerda a los inquisidores de antaño. Da igual que ganen unos u otros: el hedonismo avanza en Catalunya, en España, en Europa, como un caballo desbocado. Corremos a marchas forzadas hacia el laiser faire vital. Un dejar hacer y un todo vale que se imponen sin contrapunto dialéctico, sin resistencias culturales, sin debate.
Este relativismo contemporáneo es tan potente que muchos de los que no lo practican en privado lo defienden en público porque es causa desprestigio social proyectar sobre esta visión del mundo una mínima reticencia o sentido crítico. Es así como se ha impuesto la perspectiva de género. Ya todo el mundo acepta que la identidad sexual es tan sólo cultural; que la condición natural no existe. Cuestionable científicamente, la tesis apenas se ha discutido en el ágora, pero la opinión pública ya impone el silencio absoluto a los críticos de este pensamiento. La perspectiva de género se ha convertido en el nuevo marxismo. Una ideología que muy poca gente conocía por lectura directa, pero que diversas generaciones universitarias impusieron como interpretación única de la historia y la condición humana.
Ante esta moda, se consolidan dos posturas. Los nostálgicos obstinados, que sueñan con regresar a la sociedad del antiguo régimen. De esta tendencia es el autobús Hazte oir, con sus eslóganes opuestos a las tesis de género. Y los indiferentes, tendencia que predomina en Catalunya: una sociedad que acepta el triunfo del relativismo ideológico sin preocuparse lo más mínimo por sus consecuencias. Nuestra sociedad es abanderada de toda innovación moral. Sea en los medios de comunicación, sea en las tertulias radiofónicas, sea a las cenas con los amigos, siempre que se plantea una novedad moral la respuesta es “sí”. Sin una sombra de reticencia: “sí”.
¿Se habla de las nuevas posibilidades de la ingeniería biológica? La respuesta es sí. Se proponen más facilidades para el aborto. Y se contesta: “¡Por supuesto!”. Sea hablando de la eutanasia o de la clonación terapéutica. Sea sobre la posibilidad de elegir el sexo de los niños. Sea sobre el fomento de la transexualidad infantil. La respuesta siempre es “¡Pues claro que sí!”. El fervor con que son aplaudidas las innovaciones éticas crea una especie de lógica infantil en la opinión pública catalana y española, dado que la jerarquía episcopal española ha acostumbrado a responder con la misma rapidez y fervor siempre “no”.
Los partidarios de lo que podríamos describir como “innovación ética irreflexiva” son dominantes en Catalunya. Aquel que se atreve a discrepar de esta corriente de la innovación moral es enviado a la cueva de la premodernidad y allí queda arrinconado, aislado como un leproso. Por consiguiente, los que dudan, callan.
Sólo se atreven a hablar los auténticos reaccionarios, los que no tienen ningún problema en abrazar la ideología opuesta: una ideología que se disfraza de vida, pero que se concreta en fórmulas políticas y patrióticas arcaizantes. Estoy hablando de los que convierten estos debates éticos, no en una sugestiva y valiente defensa de la sacralidad de la vida humana, sino en otra forma de fundamentalismo, generalmente intemperante y despectivo. Un fundamentalismo que defiende de manera a menudo inclemente los dogmas sobre la vida por encima de la dignidad concreta de los humanos. Estoy hablando de los antagonistas ideales del laicismo integrista: los fundamentalistas que, como los del autobús Hazte oír, confunden el cristianismo con una ideología y defienden las posiciones de la Iglesia como se defienden las causas políticas.
Francisco sostiene con frecuencia que el cristianismo no es un producto más del supermercado de ideologías, sino un hospital de campaña que acoge a todos, sean como fueren, tengan la identidad que tengan. También Benedicto XVI reforzó la posición dialogante del catolicismo cuando en Ratisbona explicó que la especificidad de la religión cristiana es la del diálogo entre Fe y Razón, no el combate. Ratzinger puso las bases del cristianismo presente cuando describió a los cristianos no como militantes tremendistas, sino como una minoría creativa, que con el ejemplo y la palabra, sin vergüenza, pero sin espada, dejan su huella ejemplar en un mundo desconcertado.
Por ósmosis, como el marxismo, la perspectiva de género penetra entre nosotros como interpretación obligatoria de la condición humana