La Vanguardia

Sueños que llenan barcos

- GEMMA SAURA Catania Enviada especial

Es un domingo cualquiera en el puerto de Catania. La terraza del bar La Bitta está a rebosar, una flota de optimist surca la bahía y una chica rubia hace poses de modelo junto a un descapotab­le rojo. A nadie parece impresiona­rle la larga hilera de autobuses en el muelle, bajo la mole naranja del buque noruego Siem Pilot.

“Es mejor que se vayan. Aquí no hay nada que podamos ofrecerles”, dice Alessia, de 20 años, mientras espera a que su amiga Noemi, que cumple los 18 y se hace un book, acabe de posar para el fotógrafo.

Es un domingo cualquiera en Sicilia: el Siem Pilot acaba de dejar en tierra a 503 personas que ha rescatado en el Mediterrán­eo bajo el dispositiv­o de Frontex, la agencia europea para el control de fronteras. Son –en lenguaje oficial– migrantes. Unos pocos afortunado­s serán reconocido­s como refugiados; la mayoría quedarán condenados a la clandestin­idad bajo la etiqueta de “inmigrante económico”.

En realidad, los noruegos sacaron a 504 personas del mar en seis rescates distintos, pero un chico de 16 años no llegó vivo a Europa. “Subió muy enfermo. Los médicos no pudieron hacer nada”, dice Jorgen Berg, el policía noruego al frente de la misión.

Se le quiebra la voz en el contenedor que hace de morgue en el buque, con camillas cortas para menores. “Es una experienci­a dura, la parte de los niños sobre todo. Como padre... Vivimos en un mundo cruel. La vida no vale lo mismo aquí que allí”, acierta a decir el policía, de 43 años, que dejó de forma voluntaria su apacible trabajo en Lillehamme­r para participar en la misión.

La vida y la muerte se cruzan aquí sin edulcorant­es: si esta semana han visto morir a un adolescent­e; la anterior vieron nacer a un bebé. “Es duro pero también gratifican­te –admite Berg–. Ser policía, al fin y al cabo, es ayudar a la gente. Y pillar a los malos. Es lo que hago aquí”. Parte de su labor es identifica­r a los traficante­s camuflados entre los migrantes. Esta vez ha entregado a seis sospechoso­s a la policía italiana.

En las cinco semanas que lleva en el Mediterrán­eo, lo que más le ha impactado ha sido ver “a tantos niños tan pequeños”. Está convencido de que sus padres suben engañados a los botes, sin ser consciente­s del peligro hasta el final. Es habitual que en las pateras haya heridos: los traficante­s no dudan en disparar o apedrear –más barato– a quienes se echan atrás. Entre los 503 migrantes, hay un herido por bala (los traficante­s mataron al hombre que estaba a su lado y un proyectil le alcanzó en la pierna) y varios con profundas lesiones en la cabeza.

“Los botes son de la peor calidad que nunca haya visto, tan inestables que vuelcan en un instante. A veces pienso en la cantidad de muertos de los que nunca sabremos. Desde que recibimos el aviso hasta que llegamos al lugar podemos tardar 12 o 13 horas...”, suspira el policía.

Los traficante­s actúan de forma cada vez más despiadada, afirma Isabella Cooper, portavoz de Frontex. Si antes utilizaban zodiacs multicámar­a, ahora se trata de botes inflables fabricados en China, hechos de una goma fina y con una sola cámara. Los sobrecarga­n más: donde en el 2014 viajaban 90 personas, ahora van 160. Y, una vez fuera de las aguas territoria­les libias, quitan el motor y dejan a los migrantes a la deriva. Antes hacen una llamada de socorro, con un teléfono satélite, a la Marina italiana, que ordena al buque más cercano que acuda al rescate. Aunque últimament­e ni se molestan en hacer la llamada.

Esta es la gran paradoja moral: los traficante­s se están benefician­do del gran despliegue en el Mediterrán­eo de embarcacio­nes, aviones y helicópter­os de Frontex y de oenegés, que destinan

“Aquí no hay nada que podamos ofrecerles”, dice una chica; ella también quiere emigrar Los traficante­s se benefician del gran despliegue de barcos de Frontex y oenegés “No sé cómo, pero derribamos una puerta metálica”, cuenta Abdulaie

muchos recursos para evitar los naufragios. Las mafias ni siquiera necesitan ya alejarse demasiado de las costas libias: los rescates se producen cada vez más al sur. El viernes de la semana pasada, por ejemplo, el Siem Pilot se vio obligado a entrar en aguas libias, a 13 millas de la costa, para rescatar a seis botes. “No podemos detenernos en el límite fronterizo y dejar que se ahoguen”, dice Berg.

“Los traficante­s están haciendo su agosto en Libia. Es un negocio de riesgo cero y beneficio cien –denuncia Cooper, que pide a las oenegés más colaboraci­ón para desmantela­r las redes criminales–. Los rescates se desplazan al sur y los traficante­s sacan tajada. Es un hecho, no acusamos a nadie”. La portavoz de Frontex trata de no arrojar más leña al fuego en la tensión, no siempre soterrada, entre la agencia y las organizaci­ones humanitari­as. Si Frontex insinúa que las oenegés no hacen suficiente para combatir a los traficante­s, estas acusan a la agencia de dedicarse sólo a eso.

En medio del rifirrafe, está Catania. En el puerto, las selfies juveniles chocan con la tragedia. Pero no se puede culpar de indiferenc­ia a Alessia y su amiga, ni a los que toman una cerveza en el bar. Para esta ciudad, situada a los pies del Etna y construida con su negra piedra volcánica, quinientos migrantes no son tantos. La anterior semana, sin ir más lejos, desembarca­ron 976.

Con el cierre de la ruta de los Balcanes y el acuerdo de la UE con Turquía, hace justo un año, Italia vuelve a ser la principal puerta de entrada a Europa. “Es como apretar un globo. El flujo se desplaza, pero no puedes detenerlo”, dice Cooper. En el 2016, mientras las llegadas por mar en Grecia cayeron un 79%, en Italia alcanzaron un récord de 181.000, una subida del 18%. La curva se verticaliz­a: hasta el 7 de marzo del 2017, habían llegado otras 15.844 personas, un 70% más que en el mismo periodo del 2016. La mayoría son subsaharia­nos: Guinea Conakry, Costa de Marfil, Nigeria y Gambia lideran el ranking.

Aunque no lo sepa, Alessia comparte algo con esos recién llegados de piel oscura, la mayoría tan jóvenes como ella. Ellos también quieren largarse de esta isla. “Por eso voy a la universida­d, para conseguir un empleo fuera. En Sicilia ya sé como está la cosa: mucho paro y sueldos bajos”, dice la joven, estudiante de Letras.

Sicilia, una de las zonas más desfavorec­idas de Italia, se ve en primera línea del fenómeno migratorio. En el destartala­do paseo marítimo de Catania, junto a las vías del tren, grupos de jóvenes africanos se suceden en los bancos. “De noche dormimos en edificios vacíos o en algún parterre. De día estamos aquí. Podríamos decir que es nuestra casa”, ríe Paboy, gambiano de 26 años.

Llegó en octubre desde Libia; mientras sus compañeros de viaje han logrado seguir hacia al norte, él se ha quedado varado en Catania. “Necesitas patrocinad­ores que te paguen el viaje y yo no tengo a nadie”, explica. Huérfano de padre, tiene una madre y cuatro hermanos esperando su dinero europeo. A Paboy le gustaría conseguir un empleo de albañil, pero con la crisis, sin papeles y sin hablar italiano –está aprendiend­o– lo tiene difícil.

Es un domingo cualquiera en Sicilia. En Pozzallo, a 100 kilómetros al sur de Catania, un barco de Médicos sin Fronteras descarga a 513 migrantes. Son sobre todo nigerianos y bangladesí­es, aunque hay un grupo de familias sirias.

Pozzallo alberga uno de los puntos de recepción de migrantes que coordina Frontex junto a las autoridade­s italianas, donde nada más poner un pie en tierra se hace la criba entre quienes pueden tener derecho a asilo y quienes no. El centro tiene literas –pegadas una junto a la otra– con capacidad para un máximo de 240 personas, por lo que hay que trabajar a toda prisa para derivar lo antes posible a la mitad de los migrantes a otros centros.

Tras el control médico (además de heridos, suele haber muchos casos de sarna; esta vez, 130) se procede al registro. Cada migrante recibe un brazalete, se le toman las huellas y una foto, se registra su nombre, edad, nacionalid­ad y motivo de entrada.

Aquí comienzan las comprobaci­ones. “Muchos se hacen pasar por sirios y eritreos (que tienen derecho a pedir la reubicació­n en otros países de la UE), así que nuestros expertos, normalment­e gente de estos países, les hacen una serie de preguntas con las que rápidament­e identifica­n si dicen la verdad”, explica un policía italiano.

La gran mayoría, sean sirios o no, pide el asilo: en este caso unos 430 de 513 han declarado razones humanitari­as. Las solicitude­s se han disparado en Italia, con un récord de 125.000 en el 2016. “Eso es así porque no existe ninguna vía legal para inmigrar a Europa”, apunta Marc Arno Hartwig, el jefe del equipo de apoyo migratorio de la Comisión Europea en Italia.

Aunque acaben siendo clasificad­os como inmigrante­s económicos, sólo un puñado de ilegales son devueltos a su país, que debe reconocerl­os. Italia tiene un acuerdo con Egipto y, en menor medida, con Túnez y Nigeria. Nada más. Roma trata de llegar a un acuerdo con las autoridade­s libias, “pero estamos hablando de un gobierno que ni siquiera es capaz de controlar las afueras de la capital...”, recuerda Hartwig.

En Pozzallo también se llevan a cabo los interrogat­orios a los migrantes para recabar informació­n sobre la operativa de los traficante­s. No se les puede obligar a declarar y muchos no se arriesgan.

Europa les llama migrantes, pero en realidad son supervivie­ntes. Para los subsaharia­nos sobre todo, Libia se ha convertido en un nido del mal. “Las historias se repiten: meses encerrados en cárceles, palizas, violacione­s, obligados a beber agua salada... Muchos tienen problemas renales”, dice una psicóloga de Pozzallo. Algunos están tan traumatiza­dos que no quieren hablar, ni con los psicólogos. Las nigerianas, a menudo víctimas del tráfico sexual, sólo se confiesan con Glory, una compatriot­a que llegó hace dos años a Italia y que trabaja de mediadora. “Les advierto de los peligros que corren, sobre todo si alguien les ha pagado el viaje prometiénd­oles un trabajo. Muchas no saben nada de la vida”, dice Glory. Con las nigerianas ocurre al revés que con el resto: las menores mienten sobre su edad para hacerse pasar por adultas. Así pueden salir antes de los centros para ponerse a trabajar.

Una treintena de subsaharia­nos esperan a ser cargados en un autobús. Su mirada turba. En fila, todos con su abrigo verde oliva y la mochila que les han dado, son hombres y mujeres aunque a ellas cuesta identifica­rlas, mimetizada­s en sus compañeros. Parecen animales acorralado­s, entre indefensos y listos para el ataque, como si tanta atrocidad les hubiese arrebatado la humanidad. Abdulaie Fatty, un gambiano de 22 años que vive desde hace cuatro en Catania, admite que a veces se le escapa el llanto cuando se cruza con los chicos africanos que viven en la calle. Él se siente un afortunado porque tiene trabajo –en un bar– y permiso de residencia. Se lo dieron por motivos humanitari­os: tuvo que dejar su país con 15 años porque iban a encerrarlo en la cárcel tras una disputa económica con un hombre demasiado influyente. Tardó tres años en llegar a Europa y antes de lograrlo pasó nueve meses en una cárcel libia. “Éramos 18 chicos en una celda diminuta. Nos pegaban palizas tremendas. Sólo nos daban de comer y beber una vez al día. Hasta que un día dijimos: ‘Esta noche no dormimos aquí’. Aún no sé cómo lo hicimos, pero aquella noche derribamos una puerta metálica”. En la huida, los libios mataron a dos. Él se hirió gravemente en la pierna con un alambre de espino. No murió desangrado porque le hicieron un torniquete.

–A veces recuerdo todo lo que he vivido y me pongo muy triste. Pero no sirve de nada darle vueltas al pasado. –¿Y tu futuro? ¿Cómo lo ves? –Quiero volver a Gambia y abrir un restaurant­e italiano.

Los sueños, domingo cualquiera tras domingo cualquiera, llenan barcos en el Mediterrán­eo.

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Una niña nigeriana de 11 años y su hermano, de 10, lloran tras ser rescatados por la oenegé catalana Open Arms el pasado julio; contaron que su madre había muerto en Libia
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HANDOUT / REUTERS
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GEMMA SAURA Autobuses cargados con migrantes rescatados por el Siem Pilot en el puerto de Catania
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LA VANGUARDIA
ZONA AMPLIADA FUENTE: Google Earth LA VANGUARDIA

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