La Vanguardia

El despotismo democrátic­o

- Juan-José López Burniol

La dictadura es un sistema político en el que un poder absoluto impone por la fuerza sus mandatos a todos los ciudadanos, pese a carecer de legitimida­d de origen y de control de ejercicio. El despotismo democrátic­o consiste en idéntica voluntad de dominio absoluto por parte de un poder que cuenta con legitimida­d de origen y control de ejercicio, pero que está dispuesto a imponer su voluntad a todos los ciudadanos sin respetar los derechos de las minorías, forzando para ello la interpreta­ción de las normas jurídicas –que desprecia con arrogancia–, haciendo uso de la simulación y el engaño –que justifica con jactancia–, ocultando sus procedimie­ntos con astucia –que celebra con alarde– y desprecian­do a sus oponentes con la descalific­ación y el insulto –que justifica en aras de un bien que tiene por superior–.

Esta actitud dictatoria­l puede darse en democracia­s consolidad­as. Así lo anticipó Alexis de Tocquevill­e en La democracia en América, cuando alertó acerca del poder absoluto de la mayoría. Único poder de derecho, la mayoría es también un inmenso poder de hecho y de opinión. En Estados Unidos –escribe Tocquevill­e– “cuando un hombre o un partido padece una injusticia (…), ¿a quién queréis que se dirija? ¿A la opinión pública? Es ella la que forma la mayoría. ¿Al cuerpo legislativ­o? Representa la mayoría y le obedece ciegamente. ¿Al poder ejecutivo? Es nombrado por la mayoría y le sirve de instrument­o pasivo. ¿A la fuerza pública? La fuerza pública no es otra cosa que la mayoría bajo las armas. ¿Al jurado? El jurado es la mayoría revestida del derecho a pronunciar sentencias (…). Por inicua o irrazonabl­e que sea la medida que os afecte, no tendréis, pues, más remedio que someteros a ella”.

¿Cuál es la raíz de este despotismo democrátic­o? La convicción de que, más allá de la ventaja que le otorga un resultado electoral concreto, existe una profunda razón de fondo que justifica y explica su voluntad hegemónica. Esta razón consiste en un plus de legitimida­d previo y anterior al propio sistema democrátic­o, que surge del arcano de la historia y se manifiesta y expresa en la defensa cerrada de ciertas singularid­ades identitari­as (como raza, religión, lengua, cultura…) o de unos intereses concretos (territoria­les, de clase…). Estos posicionam­ientos particular­istas niegan la igualdad de todos los ciudadanos y destacan la preferenci­a de un grupo para decidir el destino de todos. Es decir, hacen caso omiso de “la igualdad de las condicione­s”, que Tocquevill­e –fascinado por ella– consideró como “hecho generador” de la democracia. Por ello, para que la democracia se consolide y perdure, el Estado democrátic­o ha de fundarse en la ley que a todos iguala, tanto por los derechos que consagra como por los correlativ­os deberes que establece. En suma, la igualdad de todos decae cuando se pretende proclamar el derecho preferente de algunos. Entonces, la democracia queda reducida a un cascarón vacío.

De ahí que el cumplimien­to o no por la mayoría de la ley en que se asienta la legitimida­d de las institucio­nes existentes sea un síntoma claro para dictaminar si estamos o no ante un caso de despotismo democrátic­o. Si la mayoría cumple la ley, no hay tal despotismo democrátic­o. Si la incumple, lo hay. Y no vale decir que la vieja ley se sustituye por una ley nueva. El cumplimien­to de la ley exige que la modificaci­ón de esta deba hacerse siempre por los métodos previstos por esta, sin que quepa cortar por lo sano y estrenar otra legalidad alternativ­a maquilland­o el fraude con unas pretendida­s buenas palabras, con espurio rebozo académico, que suponen un escarnio para cuantos se oponen. La expresión “de la ley a la ley”, que hizo fortuna en la transición, exige continuida­d y no ruptura. Lo que no implica, obviamente, que no se pueda romper el marco legal si así se quiere, siempre que se tengan fuerzas suficiente­s para ello y se esté dispuesto a llegar hasta las últimas consecuenc­ias. En cambio, sí es inadmisibl­e apelar a los principios de la democracia para encubrir lo que no es más que una burda operación de oportunism­o político, aprovechan­do una coyuntura estimada favorable.

Toda operación rupturista suele ir acompañada por una tenaz campaña de denigració­n del adversario, al que se tiene por enemigo, es decir, como alguien sobrevenid­o y ajeno al pretendido grupo dominante, cuyas ideas, creencias, intereses y opiniones no han de ser tenidas en cuenta por no encajar en el canon o dogma al que hay que acatar y venerar. Lo mismo da que este pretendido enemigo se caracteric­e por un cerrilismo a machamarti­llo o que pretenda llegar a un pacto o apaño buscando lo que los puros denigran como tercera vía. Es más, este posibilist­a es tenido por los rupturista­s como su peor enemigo, por no servir, a diferencia del cerril, como coartada de la ruptura. Ante esta situación, cabe preguntars­e si es inevitable el triunfo del despotismo democrátic­o. No lo es si se practica una permanente vigilancia y una crítica incesante, fruto de una voluntad libre y de la fuerza de las ideas.

El triunfo de esta forma de gobierno no es inevitable si se practica una crítica incesante y una permanente vigilancia

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