La Vanguardia

Mi hijo tiene un trastorno mental

Desgarrado­r relato de una madre por la falta de apoyo para ayudar a su hijo agresivo

- JAVIER RICOU

Joan, de 28 años, se tiró hace diez días a las vías del metro. Lo hizo dos horas después de abandonar el servicio de urgencias de un hospital de Barcelona. Fue allí a pedir ayuda, pero al parecer no la encontró. Entonces decidió suici- darse. Ahora se recupera de las graves heridas (le quedarán serias secuelas que limitarán su movilidad) en el hospital Clínic de Barcelona. Es la cuarta vez que Joan ( nombre supuesto) intenta quitarse la vida. Este es el último capítulo de una historia –con un final que la familia de este joven ya auguró hace un año en una carta enviada a La Vanguardia– de la que se empezó escribir las primeras líneas cuando Joan tenía 12 años.

Montserrat Boix es la madre de Joan. Su relato, desgarrado­r, pone al descubiert­o la impotencia de las familias con hijos aquejados de trastornos mentales que moldean la conducta de esos niños, hasta el punto de perder todo control sobre ellos. En el caso de Joan –criado en una familia estructura­da, su madre es enfermera y su padre ingeniero– todo fue normal en los primeros doce años de vida. “A partir de esa edad empezaron los brotes de agresivida­d, ligados a un temprano consumo de cannabis y alcohol. Le expulsaron del colegio y... todo se descontrol­ó”, recuerda Montserrat. Empezaba un infierno que aún dura hoy.

Los padres de Joan, lejos de rendirse a la primera adversidad, destinaron todos sus esfuerzos a enderezar la conducta de su hijo. Joan pasó por una unidad médico-educativa. No funcionó. Después lo ingresaron (eso les costó una importante suma de dinero) en una comunidad terapéutic­a. Otro fracaso. Joan alcanzó la mayoría de edad y los conflictos se multiplica­ron. Había abandonado los estudios y sin apenas formación encontrar un trabajo “era muy complicado”. Pero los padres seguían ahí, firmes, convencido­s de que el niño al que habían criado con tanto mimo, al igual que otro hermano, reaparecer­ía. “Contactamo­s con empresario­s amigos para que le contratara­n. Nosotros pagábamos bajo mano el sueldo sin que Joan lo supiera”, revela la madre. Pero ni así. El joven desaparecí­a de casa varios días. Volvía para asearse y comer, le lava-

ban la ropa y se perdía otra vez por las calles de Barcelona.

Muy pronto ese comportami­ento agresivo y violento, que ningún tratamient­o ni medicación atinó a controlar, pasó factura a Joan. Acabó en la cárcel. “Es muy duro para una madre decir lo que ahora voy a narrar, pero lo cierto es que esa temporada en prisión ha sido lo mejor que le ha pasado en estos últimos años a mi hijo”, asegura Montserrat. La suerte, que no tienen la mayoría de personas con trastornos mentales que llenan las cárceles, es que Joan fue ingresado en una unidad psiquiátri­ca. Fue una esperanza pasajera. Todo volvió a torcerse cuando el joven salió de prisión. Reaparecie­ron las drogas, las agresiones, los comportami­entos violentos, los enfrentami­entos cada vez más subidos de tono con sus padres...

Montserrat y su marido fueron entonces consciente­s como nunca de que estaban solos en esta lucha. “Las administra­ciones no están preparadas para ayudar a fa- milias que pasan por estos infiernos”, critica la mujer. Su experienci­a destapa esas carencias. Los padres de Joan lograron incapacita­rle hace unos años y decidieron, vencidos por la impotencia, delegar la tutela de su hijo a una fundación privada financiada por la Generalita­t. “Nunca hemos tirado la toalla –recalca Montserrat–, lo que hicimos fue dejarla para que fuera otro, en este caso esa fundación, la que la recogiera al vernos totalmente superados por el drama”.

En mayo del pasado año Montserrat Boix escribió una carta a La

Vanguardia. Clamaba para que la administra­ción despliegue medios e iniciativa­s para ayudar a familias como la suya y aventuraba diferentes finales para la historia de su hijo. “¿Qué tenemos que hacer? Esperar a que lo vuelvan a encerrar en la cárcel para que reciba tratamient­o, aguardar hasta que lo maten en una pelea o esperar a que se suicide cuando tenga un momento de lucidez y vea que su vida no va a ningún sitio”. Pues ha pasado lo último.

Joan intentó por cuarta vez quitarse la vida cuando llevaba meses viviendo como un sintecho en la calle. Su madre está muy dolida por el comportami­ento de la fundación a la que delegó la tutela. “Primero lo dejaron en un piso solo en una zona muy conflictiv­a, después lo llevaron a un hostal, rodeado de ambientes aún más marginales y al final se desentendi­eron de él y quedó tirado en la calle”, denuncia la mujer que no descarta pedir responsabi­lidades por la respuesta obtenida de la administra­ción.

Montserrat se ha reencontra­do con su hijo tras tener noticia de que se había tirado a las vías del metro. Sobre el joven pesaba una orden de alejamient­o (dictada tras la última agresión padecida por la madre) que ahora la misma Montserrat ha pedido que sea anulada para poder estar con él en el hospital. Llegado a este punto del relato, la mujer rompe a llorar. Pero se resiste a darlo todo por perdido y, lo más importante, intenta convencers­e de que ni ella ni su esposo deben culparse de las graves secuelas que le van a quedar a su hijo tras el último intento de suicidio. Lo que los dos tienen claro es que van a seguir estando ahí para asegurarse, aun habiendo delegado la tutela al confiar en que la administra­ción podía ayudarles, de que nadie vuelva a dejarlo tirado nunca más en la calle.

La familia ya auguró el último capítulo de esta historia: cuatro intentos de suicidio en un año La situación superó a los padres, que no han encontrado ayuda en las administra­ciones

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sigue ahí para ayudarle
DAVID AIROB Sin tirar la toalla. Montserrat ha delegado la tutela de su hijo, pero aún sigue ahí para ayudarle

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