La Vanguardia

Olivetti versus Triumph

- Llucia Ramis

Hay un señor en Sants que repara máquinas de escribir. Se llama Adam Brillas. Su taller está lleno de joyas que, aunque funcionan, no dan servicio. Álvaro Colomer le llevó una Remington y le preguntó dónde podía comprar papel carbón. Le contestó que ya no lo fabrican. Colomer y Anna Maria Iglesia han organizado un duelo de Olivetti versus Triumph. Cada miércoles hasta el 5 de abril, cuatro parejas de autores se batirán en las librerías Nollegiu y Malpaso, alternativ­amente. Los primeros son Jordi Puntí y Pablo Martín Sánchez. Tienen dos horas. Cuando llego a la antigua boutique de moda Juanita, Puntí ya va por la tercera página. Parte con ventaja: su rival sólo ha tocado una máquina de escribir dos veces en su vida, mientras que él la utilizó para algunos cuentos de Pell

d’armadillo.

Aun así, lo primero que ha hecho ha sido buscar el Enter. No hay punto volado. Ni apóstrofes; hay que pulsar un acento y un espacio; una coma para la ç. Escriben despacio, sólo con los dedos índices. Los curiosos entran al oír el tableteo desde la calle Pons i Subirà, o se quedan mirando el escaparate. Un niño ha preguntado cómo borran si se equivocan, y le han enseñado el típex. El diccionari­o aceptó la palabra típex cuando ya no tenía sentido.

Creo que era Jaume Vallcorba, editor de Quaderns Crema y Acantilado, quien decía que, con las máquinas de escribir, los argumentos eran más sólidos, pero no había grandes frases, porque no podías intercalar­las cuando se te ocurrieran, como con el ordenador. Uno tenía que pensar antes de ponerse, y no podía soltar cualquier cosa, tipo Trump en Twitter. El editor Andreu Jaume advierte: “Se está dando un fenómeno peligroso que siempre se da antes de los conflictos, y es el de la degradació­n del lenguaje público”. Añade que nos tomamos la cultura como algo ornamental e inofensivo, cuando debería estar en el centro de la polis. Sólo recordamos su importanci­a al perder las libertades.

Lo hace en el hotel Alma, en el ciclo Cultura y precipicio­s, organizado por CLAC y dirigido por Bashkim Shehu. El filósofo Arash Arjomandi propone una meditación sobre el destierro. Él tuvo que salir de Teherán con ocho años porque su familia pertenece a la segunda religión más numerosa de Irán tras el Islam, la Baha’i. Desde entonces vive en Barcelona, y añora un país al que no puede volver. “En el éxodo, sufres un doble exilio; no estás en tu patria, pero allá tampoco lo estabas porque te perseguían o eras víctima de una guerra; no sabes adónde perteneces”, dice. El problema —que en los años treinta ya apuntaba Shoghi Effendi— es que todos los aspectos de la vida se han globalizad­o menos uno: hasta que no haya una estructura política supranacio­nal, no se resolverán ni el medio ambiente, ni las crisis económicas, ni nada de lo que afecta al planeta.

Arjomandi habla de la culpa metafísica, acuñada por Karl Jaspers, que se da cuando dejamos de reconocer la humanidad de otras personas, las despojamos de esa naturale- za que compartimo­s y nos hace iguales. Sin empatía, no tenemos por qué acogerlas. Mientras leía el periódico en Estambul, donde reside, el escritor Hakan Günday se dio cuenta de la cantidad de muertos que aparecían. Eran sólo cifras. No había ninguna informació­n de dónde venían, cómo se llamaban, de qué huían. Eran fantasmas. “Imagínate que con cincuenta años tienes que irte, dejar tu trabajo y lo que ha sido tu vida, pierdes tu identidad”, dice ante un público embelesado en el CCCB, tras la presentaci­ón de Manuel Forcano. En cada novela, Günday se plantea una pregunta, y la respuesta suele ser otra pregunta. La de

¡Daha! (Catedral/Periscopi) es: ¿cómo se relaciona el individuo con el grupo? Él recuerda que en una sola vida puedes ser refugiado, traficante de personas y residente que rechaza a los refugiados. “Nos hacen creer que las migracione­s son la causa de distintos fenómenos, cuando en realidad son las consecuenc­ias. Creemos que lo que vemos al otro lado de la pantalla se quedará ahí, pero la historia nos demuestra lo contrario. Todo está relacionad­o”, explica.

Lo más fácil de vender es el miedo. Y a alguien con miedo le puedes vender lo que quieras: odio, discrimina­ción, racismo. “Antes de comprarlo, debes saber cuánto cuesta ese miedo. ¿Con qué lo pagas? ¿Con humanidad? ¿Con pensamient­o libre?”. Escribir, asegura, es la mejor manera de pensar. Quizá, si conservára­mos la pausa de la máquina de escribir, evitaríamo­s que las máquinas escriban por nosotros.

Con las máquinas de escribir, los argumentos eran más sólidos, pero no había grandes frases

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NEUS MASCARÓS
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XAVIER GÓMEZ
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