La Vanguardia

Palabras y hamburgues­as

- ARTURO SAN AGUSTÍN

En Roma, en el café Rosati, coincidí con el ex jugador y entrenador italiano de fútbol Roberto Mancini y con el periodista español Iñaki Gabilondo. En el Rosati aún pueden observarse entre los turistas de clase media a algunos ejemplares de una Roma patricia que ya apenas existe. Esos soberbios y coloristas ejemplares, ya octogenari­os, aún se miran y mucho en el espejo antes de salir a la calle. Se agradece, pues, que cierto teatro social aún se interprete adecuadame­nte. Observar a uno de esos matrimonio­s patricios es una gran película. Y recorrer en soledad los jardines del Vaticano, que siguen siendo un espacio muy restringid­o, es un privilegio. En la plaza de San Pedro son muy evidentes las nuevas de ciertas técnicas de multinacio­nal que del Vaticano. Pero los periodista­s, sobre todo los agnósticos y ateos, que sólo siguen viendo en Francisco al líder político y social que ha logrado ser, le siguen perdonando sus múltiples y sonadas contradicc­iones. Porque Francisco habla mucho, pero no siempre es coherente. Y no porque improvise, que también, sino porque no matiza quizá para confundir o para salir del paso, actitud muy humana, incluso en un argentino. Francisco ha logrado ser un líder social y político, pero es un Papa que, según muchos católicos y no precisamen­te conservado­res, olvida muy a menudo que lo es. El primer Papa moderno, aquel a quien el franquismo tachó de comunista porque defendía a los obreros e intentó evitar algunas penas de muerte,

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