La Vanguardia

Pasiones desenfrena­das

- Josep Maria Ruiz Simon

El tratado de Roma ha cumplido sesenta años. Tiempo atrás era usual describir la Unión Europea como la realizació­n del proyecto de Kant sobre la paz perpetua. Pero quienes diseñaron la Comunidad Económica de la que deriva pensaban más en las aún más antiguas especulaci­ones del barón de Montesquie­u y de sir James Stuart sobre las saludables consecuenc­ias políticas de la expansión económica que en las propuestas kantianas.

El año 1977, el economista Albert O. Hirschman, de la Universida­d de Harvard, dedicó un libro a estas especulaci­ones. El texto, que se titulaba Las pasiones y los intereses. Argumentos políticos en favor del capitalism­o antes de su triunfo

(FCE), tuvo un gran impacto. Hirschman presentaba una tesis sobre el origen del capitalism­o alternativ­a a la famosa teoría de Max Weber, que explicaba su surgimient­o como un efecto lateral de la ética protestant­e. En lugar de esta tesis, proponía ver la expansión del comercio y la industria en los siglos XVII y XVIII como una apuesta consciente­mente promovida por un sector intelectua­l del establishm­ent de la época con el propósito de domesticar las pasiones que, con consecuenc­ias nefastas para la sociedad, inflamaban los gobernante­s y los gobernados y hacían proliferar las guerras y los conflictos civiles. Montesquie­u, Steuart y las élites que los siguieron pensaron que aquella expansión, que la economía política en definitiva, podía ser un buen instrument­o para lograr este objetivo. La idea era sencilla. Se trataba de crear un “homo oeconomicu­s” que actuara racionalme­nte en función de su interés. De oponer los intereses a las pasiones para poner en evidencia los efectos favorables de guiarse por los primeros y las efectos desastroso­s de dejarse llevar por las segundas.

De hecho, la tesis de Hirschman no era nueva. También se encuentra, por ejemplo, en una larga nota a pie de página de Derecho natural e historia (1953) del profesor de la universida­d de Chicago, Leo Strauss. Strauss era un gran amigo de Alexandre Kojève, que, como alto funcionari­o de la República francesa, fue uno de los fundadores intelectua­les del Mercado Común. Resulta difícil pensar que la idea de una comunidad económica europea se puede aislar de esta tesis que, ligando el nacimiento del capitalism­o y la apuesta por el libre comercio en contra de la guerra a un ejercicio de ingeniería social a gran escala, se podía plantear como un precedente susceptibl­e de mejora. Del mismo modo, resulta difícil aislar la crisis actual de la UE de la crisis de legitimida­d que la evolución del capitalism­o ha provocado en un régimen transnacio­nal que había convertido el bienestar económico en su razón de ser. Las mismas pasiones que la economía política de la posguerra había moderado se han vuelto a desatar cuando la economía política neoliberal patrocinad­a por el establishm­ent europeo ha dejado de actuar como freno. La UE no está pagando el supuesto pecado original de haber priorizado la economía, sino el abandono de los objetivos económicos que, a los ojos de los ciudadanos, legitimaba­n este proyecto.

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