Cómo desaprovechar un potencial enorme

El pecado original metropolitano –un enfrentamiento entre partidos aderezado por los celos– ha evitado que durante tres décadas la Barcelona real, no la de 1,6 sino la de 3,2 millones de personas, haya desperdiciado parte de su enorme potencial. La gestión de esta conurbación de 36 municipios ha parecido en ocasiones la de un reino de taifas cuyos gobernantes se han empeñado en trazar inexistentes fronteras y en tomar decisiones trascendentales sin contar para nada con el vecino de al lado. A los políticos catalanes, en general, les ha faltado la mínima óptica metropolitana. A los unos, porque siempre han contemplado este territorio algo mayor que el municipio de Madrid como un cuerpo extraño a su idea de país, porque han vivido casi siempre con el miedo a un fuerte contrapoder calándoles los huesos. A los otros, porque, apelando a una identidad local que hace mucho tiempo que dejó de estar en peligro, se han acomodado a la fragmentación y porque han encontrado en ella la oportunidad de levantar pequeños –y creían que inexpugnables– reductos de poder. Tuvieron que pasar demasiados años para que convergentes y socialistas, ambos ya en el declive de su trayectoria, tarde, demasiado tarde, comenzaran a creer. Atrás quedaban, enterradas, grandes ocasiones perdidas: una única policía metropolitana; una política industrial y una gestión del suelo y de la vivienda planificadas de forma racional y coordinada; una promoción económica del todo en lugar de las partes... A pesar de los avances, evidentes aunque insuficientes, en el ámbito de la movilidad y el transporte, la dispersión y la desidia metropolitana siguen propiciando, todavía hoy, situaciones tan absurdas como la de aprobar un plan de alojamientos turísticos o un plan de vivienda que nacen en la plaza Sant Jaume y mueren sin cruzar el Besòs, el Llobregat y Collserola, o de proyectar una nueva urbanización en torno a un gran centro comercial que colapsará un poco más las rondas.