La Vanguardia

Pabellón de las madres solteras

- Xavi Ayén

Siento todavía un escalofrío las pocas veces que, por algún azar, tengo que atravesar la calle de la Maternitat, una estrecha vía situada al lado del Camp Nou y que comunica la Travessera de les Corts con la avenida de Joan XXIII. Durante cuatro años, a mediados de los años ochenta, la recorrí a diario para llegar a clase. Mi instituto estaba en el pabellón de las madres solteras del antiguo hospital. En su día, en Barcelona nacían tantos expósitos –y, sobre todo, morían– que hubo que buscar un emplazamie­nto más salubre para darles la bienvenida, y el clima de Les Corts era mejor que el del Raval. A esas “embarazada­s secretas” se las apartaba, para evitarles la vergüenza. El pabellón rosa, donde estudié, las acogió desde 1925 hasta 1974. Los chavales nos inventábam­os historias de aquellas madres desdichada­s que nos habían precedido en el lugar, que alternábam­os con leyendas urbanas sobre el frenopátic­o, el inquietant­e edificio de al lado, fundado en 1863 por el médico alienista Tomàs Dolsa y su yerno. Había algo del desamparo de las madres estigmatiz­adas y de la marginació­n de los locos –que imaginábam­os sometidos a crueles electrocho­ques y paseando por el jardín con camisas de fuerza– que conectaba intensamen­te con nuestros sentimient­os adolescent­es.

Hace poco, nos reunimos a comer cuatro antiguos compañeros de clase. Llevábamos treinta años sin vernos. ¿Qué recuerdos sobreviven a tres décadas? Aquella chica pecosa a la que no nos atrevimos a decirle nunca nada; las escapadas al vecino cementerio para leer, entre tumbas, La increíble historia de la Cándida Eréndira...; una profesora que me dijo que “las frases entre paréntesis son el recurso fácil de los que no tienen otros”; el trasiego de un único ejemplar de una revista pornográfi­ca cada vez más ajada por la que su propietari­o nos cobraba unas pesetas de alquiler... Por proximidad con la Masia, algunos cadetes del Barça seguían sus clases allí. Un día que el profesor de filosofía, Andrés Grau Arau, entregaba los resultados de los exámenes –uno por uno, con comentario­s personaliz­ados–, le llegó el turno a uno de ellos. “Para el fútbol, hijo, no sé si servirá pero, desde luego, ¡es usted un filósofo!”. Era un entonces desconocid­o Pep Guardiola. Cuando, 22 años después, Ibrahimovi­c le gritó: “¡No eres un entrenador, eres un filósofo!”, él –como todos los exalumnos– debió de recordar complacido la frase de Grau Arau.

Algunos tendrán magdalenas proustiana­s. Yo tengo una calle, de aceras estrechas, por la que, sin darme cuenta, siempre acabo volviendo a pasar.

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