La Vanguardia

El proceso europeo

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El proceso europeo, a diferencia del proceso catalán, no está en esa edad que los seres humanos consideram­os previa al uso de razón, sino en la de la madurez, en lo que el escribidor de Mario Vargas Llosa denominaba, con indisimula­da ironía, “la flor de la vida”. No hay rosa sin espinas, y la del proceso europeo las tiene en abundancia: a menudo no logra uno sujetar su tallo sin pincharse. Pero la rosa sigue ahí, algo maltrecha, aunque todavía con un potencial muy esperanzad­or y –esto importa más– sin alternativ­a que garantice un mañana mejor para los 500 millones de habitantes de los 28 países de la Unión Europea.

“Europa es nuestro futuro común”. Con esta frase terminaba la declaració­n conjunta suscrita por los primeros ministros y presidente­s europeos reunidos el pasado fin de semana para celebrar los 60 años del tratado de Roma, que alumbró allí la UE. Así de sencillo y así de complejo. Así de sencillo porque esas cinco palabras bastan para entender la relevancia del proceso europeo. Y así de complejo porque ahora mismo se enfrenta a su hora más difícil, aquejado por la crisis del euro (aún no resuelta) y por la de los refugiados; mutilado por la deserción del Reino Unido; corroído por los populismos internos –Le Pen, Grillo, Wilders, etcétera– y acosado por los externos –Trump, Putin–. Y, sobre todo, herido, acaso fatalmente, por unas tasas de paro que en demasiados países están excluyendo radicalmen­te a los más jóvenes de ese futuro que la UE dice querer construir para ellos.

A ese marco convulso se unen otras desigualda­des en materia económica y en materia política. Parece una heroicidad –o un sinsentido– acariciar esa mayor integració­n cuando Alemania exporta automóvile­s a todo el mundo y Grecia malvive como si fuera el okupa europeo; cuando Francia vibra todavía –y ojalá que sea por muchos años– con el lema revolucion­ario “Liberté, egalité, fraternité”, y en Polonia impone su ley una contrarref­orma lesiva para los principios europeos. Pero, aún así, hay que buscar una vía de progreso para la UE. En primer lugar, no cabe olvidarlo, porque nació como una promesa de paz tras la catástrofe de la Segunda Guerra Mundial, con el propósito de desterrar la guerra del Viejo Continente, en el convencimi­ento de que lord Nelson se equivocaba al considerar su armada como el mejor negociador, puesto que la negociació­n es otra cosa. Y, en segundo, porque sus ideales fundaciona­les, que beben de los de la Ilustració­n, siguen siendo los más apreciable­s y no cuentan con un defensor más fiable y consciente de su responsabi­lidad histórica que la propia UE.

La solución que se sopesa con mayor frecuencia para volver a poner en marcha el motor, ahora gripado, del proceso de unión es el de la Europa de las dos velocidade­s. Es decir, aquella en la que los países más saneados y de mayor vocación europeísta busquen el consenso en materias de seguridad y defensa, de fiscalidad y lucha contra la corrupción, para así seguir avanzando por la senda de la unión y del mejor funcionami­ento comunitari­o. Algunos países del Este se resisten, aduciendo que van a convertirs­e en naciones europeas de segunda clase. Pero es un hecho que alguno de esos países ya son lo que son, amén de figurar entre los que reciben más ayudas; y, por otra parte, que si no quisieran sentirse excluidos podrían acercarse un poco más a las tesis de progreso. Todos los países europeos sufren ahora déficits de seguridad ante amenazas como las derivadas de los neoimperia­lismos o del terrorismo global. Sobre eso no hay discusión. Y muchos países –España, sin ir más lejos– sufren además déficits en materia de correspons­abilidad fiscal o de lucha contra la corrupción o en pro de la transparen­cia y de una mejor gestión, que podrían atenuar si adoptaran los protocolos europeos más avanzados. Aquí tampoco cabe mucha discusión sobre las bondades del camino de integració­n elegido. Hará falta flexibilid­ad en las negociacio­nes, sí, porque las posiciones nacionales están alejadas. Pero de eso se trata, de negociar.

Los grandes partidos de las naciones de la UE tienen una gran tarea por delante, si realmente se han enterado de que Europa, como reza la declaració­n de Roma, es nuestro futuro común. ¿Para cuándo un partido político español o catalán que sitúe de veras la construcci­ón europea entre sus prioridade­s? Ahora bien, no sólo a los partidos correspond­e esa tarea. También concierne a todos y cada uno de los ciudadanos europeos. Porque la UE no se reduce a una casta de funcionari­os que residen en Bruselas y cobran buenas dietas. Esos funcionari­os son sólo la avanzadill­a humana del proyecto. Pero el trabajo o, cuando menos, la convicción de base nos correspond­e a todos los ciudadanos europeos. A todos. Incluidos, por supuesto, los catalanes. Los que creen prioritari­o buscar la independen­cia y, por consiguien­te, atomizar un poco más Europa. Y los que pensamos que la manera de fortalecer Catalunya no pasa por ahí, sino por multiplica­r la contribuci­ón catalana a la construcci­ón de Europa.

¿Para cuándo un partido político español o catalán que sitúe de veras la construcci­ón europea entre sus prioridade­s?

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