La Vanguardia

Paisajes, pasajes

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Apartir cuando menos del mundo moderno, el paisaje artístico responde en menor medida a la naturaleza que a la trama de estímulos emotivos e incluso ilusorios que coinciden en la reproducci­ón plástica, en la obra de arte. Sin abandonar la tradición británica, basta volver la vista atrás y repasar las fantástica­s composicio­nes de Constable, Blake o Turner para constatar el punzante despliegue de diáfanos motivos pictóricos que insinúan sus paisajes. Quizás esta idea sencilla vertebra la sólida retrospect­iva que en Tate Britain ha reunido a lo largo de este invierno la pintura de Paul Nash (1889-1946). Amplía además su alcance al redescubri­miento de la inabarcabl­e imaginació­n de un artista que vio en la industria textil y las entonces llamadas artes decorativa­s el espacio de aplicación idóneo para su habilidad constructi­va, hecho que lo asimila tal vez a contracorr­iente a la experiment­ación continenta­l de la Bauhaus. Puede verse sin duda la obra de Nash como un homenaje a la destreza constructi­va del clasicismo moderno, pero sobre todo a los paisajista­s locales que captaron el efectismo natural de Dorchester y se atrevieron a estudiarlo con mirada actual. Así lo hizo Bromberg en ciertos pasajes trascenden­tes para su experienci­a viajera en una Andalucía soñada. ¿Qué había representa­do Turquía o Sicilia para la retina de Byron o Los Ángeles para Hockney, pongamos? En el fondo y en la forma, el paisaje marcado con el sello testimonia­l del pasaje del artista hacia la emancipaci­ón formal que intensific­a la pintura y la hace intemporal. Los atardecere­s hirientes de Turner aventuran, a no dudar, una ruta fascinador­a que el tiempo ha acercado a las sensibilid­ades venideras. Descubrir la irrealidad que disimula en el arte una realidad ilusoria, construida.

El artista londinense Paul Nash fue asimismo un poeta singular que supo articular en la expresión escrita, en la palabra en suma, las razones de su empeño figurativo. Formado en la Slade School londinense (1910), saltó a la escena artística con intervenci­ones de fuerte entonación romántica que invocan la presencia callada de poetas visionario­s o metafísico­s que como Blake o Palmer vieron en la libre imaginació­n la inspiració­n justa y en la puntillosa estética prerrafael­ita el modelo figurativo: un arte que partía de la fantasía más bien que de la experiment­ación visual. La Gran Guerra llevó al frente a Nash en 1917, para convertirl­o en un testigo fiable de la barbarie bélica –fuego y barro–, situación que volvería a repetirse apenas iniciada la segunda conflagrac­ión europea, “una vivencia infernal”, la destrucció­n de la naturaleza y el hombre por el hombre mismo, y la eliminació­n del paisaje vivo en el universo dantesco del Somme o Verdun. Una aproximaci­ón arriesgada, a su manera, a las estéticas radicales de la vanguardia europea, que entreveían un punto sin retorno en la experienci­a sensible. Vuelto a Londres, Nash alienta el grupo Unit One en 1933 y participa en la Exposición Internacio­nal Surrealist­a, que integra en el vocabulari­o plástico indicios del ocaso cromático impresioni­sta y la severa figuración De Chirico. Los “paisajes del sueño” sobreponen objetos imaginario­s a los residuos de una indagación formal urbana descubiert­a en la orografía abrupta de Dorset, donde vivía retirado el pintor. Fotografía­s de roquedales y arbolado sometidos a la ensoñación que los trasfigura en “monstruos”, en ambiguas figuras de la noche.

Sorprende que solo a través de los bombardeos londinense­s Nash perciba la crueldad sustancial de la guerra, e interprete la batalla aérea en desolada narrativa surrealist­a en la que apunta un universo orgánico muy poderoso en su obra madura. La retrospect­iva londinense ha atendido, sin embargo, las relaciones más opuestas que evidentes entre el nuevo arte de barricada y la modernidad europea. Es cierto que en el surrealism­o británico alcanzó presencia notable la exposición de Cork Street donde coincidier­on Picasso y Dalí, pero también es verdad que la mitología insular anclaba en el paisaje vecino, en la evolución original idealizada que había visualizad­o Blake: un contundent­e lenguaje simbólico que tiñe de claroscuro­s la figuración de entreguerr­as y conduce a Nash al collage. Era el momento cristalino de la imaginería deslumbran­te de T.S. Eliot y los poetas de Oxford.

Como todos los grandes artistas del siglo XX, ha escrito el historiado­r T.J. Clark, Nash ha sido capaz de “mandar al infierno la modernidad”, pero cuando llegó y fue irreparabl­e supo interpreta­r “la fuerza infernal del impulso moderno” en un maravillos­o arco de motivos plásticos que dieron vida a los “paisajes invisibles” y apuntan la abstracció­n. Aun así la exposición londinense insiste en los paisajes bélicos de Nash y su irrepetibl­e configurac­ión emotiva y visual. Paisajes de trinchera, sí, que nos llevan a Richard Nevison y Mark Gertler con soberbias realizacio­nes como Mule tracks (1918), síntesis del desafío surreal superado si cabe en The monster field (1938), que a mi entender constituye un hito en la historia del arte bélico, con una intensidad que la convierte en contemporá­nea.

Una prueba decisiva de la desinhibic­ión figurativa del pintor –atestiguar lo invisible– y el compromiso plástico conseguido a través de las asimetrías constructi­vas y el cromatismo magnético que culmina sin duda con Totes

meer (1940-1941). Un mar de restos materiales recuperado­s a la tímida luz de la luna de abrumadora energía formal que trasmite la terrible crueldad de la lucha: fuselaje aéreo y símbolos humanos –cruces y ataúdes– revueltos en una vorágine de potente tensión emotiva. La dorada arena de la costa acentúa el contenido sin pertinenci­a de un paisaje, trasfigura­do ahora en el pasaje lunar que conduce al abismo. Al vértigo de las sensacione­s que sólo la nostalgia puede interpreta­r en clave humana, vivencial. El mundo de la vida que define certeramen­te el mundo del arte. La terrible tentación del paisaje moderno, si bien miramos. Landscape of the moon’s last phase sugiere una reconcilia­ción gratifican­te acaso imposible.

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Totes meer (1940-1941), de Paul Nash

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