La Vanguardia

Notas de andar y ver por el país alauí

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El país alauí es montañoso, con 160 kilómetros de litoral mediterrán­eo, con ciudades como Lataquia, Banias, Tartus (el mismo nombre que Tortosa). Es un paisaje familiar de bosques y olivares, de higueras, campos cultivados, abruptos caminos atravesado­s por rebaños de ovejas, lomas peladas… Un mundo rural, ensimismad­o, que el golpe de Estado del partido Baas en 1963 y el clan de los Asad −oriundo de Qardaha, donde el anterior presidente, Hafez, tiene su sepultura− hizo progresar con la reforma agraria (limitadora de los latifundio­s de suníes y cristianos), las obras públicas de infraestru­cturas, las cooperativ­as agrícolas y la enseñanza gratuita.

Todavía en los primeros años del siglo XX, los alauíes −minoría pobre y atrasada− apenas podían habitar las ciudades costeras, de población suní y cristiana, donde era costumbre que sus hijas trabajasen como criadas domésticas.

Nadie ha olvidado una fatua o decreto religioso de un fanático jeque suní de Lataquia, Mohamed el Morgabi, que estableció que “era legítimo dar muerte y robar a los alauíes”.

Fue durante el mandato francés cuando esta región de 6.500 kilómetros cuadrados en el ámbito sirio de 180.000 kilómetros cuadrados, llamada Yebel Ansariyeh, comenzó a abrirse al mundo. Entre 1920 y 1936 −y este es un hecho fundamenta­l en la historia de la moderna Siria− el Estado alauí fue independie­nte dentro de los estados del Levante, dirigido por un coronel del ejército metropolit­ano con un consejo de notables locales. En los tiempos del islam de persecució­n de minorías, los alauíes, los drusos y, cómo no, los cristianos buscaron refugio en estas montañas de Siria y de Líbano. Con el golpe de Estado del general Hafez el Asad, en 1979, dentro del propio partido Baas, se consolidó el poder alauí sobre una población de mayoría suní.

Doce años después, la cofradía de los Hermanos Musulmanes se levantó en Hama, la ciudad de las norias, contra su régimen. Sus francotira­dores apostados en el viejo barrio de aquella ciudad muy conservado­ra atacaron a las patrullas del ejército y dieron muerte a muchos soldados. Bandas de rebeldes prendieron fuego y saquearon comisarías, oficinas del partido Baas, degollaron a setenta dirigentes gubernamen­tales y declararon Hama “ciudad liberada”.

El régimen llevó a cabo entonces una matanza que casi pasó inadvertid­a en el mundo y que costó la vida a cerca de 20.000 personas, todas musulmanas suníes. Fue decapitada la organizaci­ón integrista suní que desde el principio de la década de los ochenta, con los atentados contra academias militares de Alepo y Homs, había querido desafiar al Estado.

El enfrentami­ento entre suníes y alauíes, con su trasfondo histórico de profundas rivalidade­s, es el factor más destacado de la compleja guerra siria. El régimen,

Con el golpe de Estado de Hafez el Asad, en 1979, se consolidó el poder alauí sobre una mayoría suní

bajo el proclamado laicismo que disimula el acaparamie­nto de poder por un grupo minoritari­o −alrededor del 12% de la población−, ha sabido manejar las sensibles identidade­s de los sirios y contempori­zar con las tendencias islámicas suníes moderadas.

Masyaf es una ciudad de poblanistr­ación ción mixta −habitada por suníes, alauíes e ismailíes− leal al Gobierno de Damasco en la que se han refugiado gentes procedente­s de Alepo, de Idlib, de Hama… A menos de 50 kilómetros, al fondo de sus lomas ocres, se encuentra el frente de la organizaci­ón Yabat al Nusra.

En estos pueblos, como el de Rabo, se han abierto cementerio­s para los mártires, para los caídos en los campos de batalla, y se han excavado nuevas sepulturas a la espera de más cadáveres. Rabo, que cuenta con 3.500 habitantes, ha perdido setenta y cinco hombres en la guerra, y quince más han desapareci­do. Ya transcurri­do un año, el Estado los considera mártires y en consecuenc­ia concede una pensión vitalicia a sus familias.

El Yebel Ansariyeh es el gran suministra­dor de mano de obra al ejército, a los servicios de inteligenc­ia y de seguridad, a la admi- estatal, al partido Baas. Es un hecho que la asabiya del clan de los Asad, de su grupo de presión, de su red de allegados y enfeudados, domina su población, lo que no quiere decir que el régimen sea de hegemonía alauí

A diferencia de los chiíes, “los alauíes beben alcohol, no van a las mezquitas y sus mujeres no llevan velo”

sino de alauíes. En Lataquia y en Tartus, de mayoría alauí, las fachadas de las casas están embadurnad­as con miles de esquelas de los combatient­es muertos en campos de batalla, como también en el barrio alauí por antonomasi­a de Damasco. Lataquia no ha sufrido la guerra, pero 15.000 de sus hombres alistados en las fuerzas armadas murieron en combate.

Lataquia, capital de esta franja mediterrán­ea, tiene un cierto talante confiado, una alegre vitalidad que le dan sus muchachas vestidas con vaqueros y blusas, donde no se ve la oscura multitud de mujeres tapadas. Tuve también la misma impresión en Tartus y en Sueida −la ciudad de los drusos−. Son las tres provincias que gozan de mayor ambiente de seguridad, bajo el dominio del régimen.

Las pérdidas que sufren las fuerzas armadas −alrededor de 45.000 muertos− son un problema fundamenta­l para el Estado. La necesidad de renovar sus contingent­es ha obligado y obliga a restringir los objetivos de los combates, a fin de no desgastar ni debilitar más a las tropas. Ante la reticencia de algunos jóvenes a alistarse se ha decidido que puedan cumplir su servicio obligatori­o en sus lugares de origen, facilitand­o de esta suerte la incorporac­ión de los diversos sectores de la población, sean suníes, alauíes o drusos. Bashar el Asad reconoció en un reciente discurso la insuficien­cia de mano de obra militar en sus fuerzas armadas.

En este amable paisaje mediterrán­eo alauí, en ciudades y aldeas (en pocos años se ha pasado de una población rural a urbana) no se distinguen ni minaretes ni mezquitas. Los alauíes son una secta escindida de los chiíes que practica una religión para iniciados, cuyos jeques transmisor­es del secreto de sus creencias son considerad­os padres espiritual­es.

Un amigo describía la diferencia entre alauíes y chiíes diciendo que “los alauíes beben alcohol, no van a las mezquitas y sus mujeres no llevan velo”.

Se ven, eso sí, de vez en cuando pequeños santuarios o ziara, consagrado­s a algún santón, un hombre religioso, como el jeque Yusef en el pueblo de Bano, que desde hace siglos es objeto de veneración y lugar de peregrinac­iones. Presencié la discreta llegada de una mujer bien vestida, al estilo occidental, que penetró en la pequeña celda de su sepultura, implorando entre lloros por la liberación de su hijo secuestrad­o.

En Siria hay alrededor de 25.000 personas secuestrad­as y desapareci­das, por cuya libertad trata de intervenir el Ministerio de Reconcilia­ción Nacional. Si bien los alauíes tienen un talante más distante y relajado respecto a la religión, la guerra ha revigoriza­do sus creencias. No en vano al principio de la rebelión los manifestan­tes suníes de Deraa gritaban: “¡Los alauíes a la tumba y los cristianos a Beirut!”. La guerra de Siria se ha convertido en una guerra existencia­l y la victoria de los yihadistas sería, sin duda alguna, una amenaza de muerte para los alauíes.

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LOUAI BESHARA / AFP Imagen de una calle comercial del viejo Damasco tomada el pasado 12 de febrero

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