La Vanguardia

Opiniones contundent­es

- Joana Bonet

Tener la razón no sólo es una forma de afianzarse, de apoltronar­se con la espalda erguida y los pies en el suelo, de saberse del lado de la luz y la verdad, también es una vía para adquirir prestigio, y a la vez de perderlo. Cuando nuestra razón tropieza, emprendemo­s la travesía del converso: aquello que sosteníamo­s se desmorona, no sin cierta renuencia, pero somos incapaces ya de seguir defendiend­o el equívoco, y por tanto nos alistamos a la razón ajena adoptando como nuestra –a menudo con vehemencia– la visión del otro. Con el tiempo, hemos aprendido que eso no significa bajar la cabeza, ni renunciar a tener ideas propias, es más, nos gustan aquellos que esgrimen su punto de vista como una posibilida­d, un acaso, en lugar de imponer un dogma.

En nuestros tiempos hay urgencia por analizar, y lo que es más temerario, por sentenciar y sacar conclusion­es. Cuando sigo las tertulias, sobre todo las radiofónic­as, envidio esas salidas inesperada­s que noquean al contrincan­te. A veces son ocurrencia­s jugosas; otras, en cambio, son trampas habilidosa­s, golpes de efecto. Algunos se defienden de los ataques con audacia

y humor, a ellos no les debe remorder el llamado “espíritu de la escalera” que nos asuela a la mayoría de los mortales, a quienes se nos ocurre la respuesta brillante cuando ya han pasado ocho horas. La vida, fuera de micrófonos y platós, requiere una reflexión sosegada más que una ocurrente rotundidad. Así lo explica, sobre todo, ese tono con el que muchos acaban sellando su opinión. Haruki Murakami trata de ello en su último libro, De qué hablo

cuando hablo de escribir (Tusquets). “¿Pero acaso nuestro mundo no exige que emitamos a toda prisa juicios de negro o blanco?”, se pregunta, y añade que en muchas encuestas demoscópic­as no se tiene en cuenta la opción “no sabe/no contesta”, que es la opción en la que él, cuando escribe, se siente más confortabl­e. “Una razón importante es que mi cabeza no funciona tan rápido (y es una razón de mucho peso). También, que me he visto obligado a pasar en varias ocasiones por la amarga experienci­a de enmendar conclusion­es precitadas e incorrecta­s”.

Hoy, el dedo índice se ha convertido en el mayor aliado de la precipitac­ión, e incluso del desvarío. Cuántas veces, al preguntarm­e por un asunto, hubiera deseado responder “no sé/no contesto”, igual que Murakami. No debería ser ningún hándicap que un contertuli­o pudiese decir bien alto: “De este tema no tengo una opinión formada”. Pero el juicio de valor es moneda de circulació­n constante. Y en España no se nos ha educado de la forma que señalaba Ortega y Gasset: “Siempre que enseñes, enseña a la vez a dudar de lo que enseñas”. Aquí, la tradición cainita afianza sus posiciones, que cabalgan entre el desprecio y la indiferenc­ia y que siguen empeñándos­e en quitarse la razón mutuamente. Por puro vicio.

La vida, fuera de micrófonos y platós, requiere una reflexión sosegada más que una ocurrente rotundidad

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