La Vanguardia

Dios y Catalunya

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Intuyo que el título ya puede parecerles provocador a algunas personas, no porque lo sea, sino por la carga subjetiva que para ellos posee la unión de aquellas dos palabras. Y es que como reflexiona­ba Antoni Puigverd en una reciente conferenci­a, Dios se ha evaporado de la esfera pública catalana; entre unos y otros, por acción u omisión, lo han evaporado.

Este gran intelectua­l que es Habermas participó hasta mitad de los noventa de la idea que la modernizac­ión y la individual­ización iban a relegar la relación con Dios a la marginalid­ad. En una de sus obras más conocidas, Teoría de la acción comunicati­va (1981), presenta la superiorid­ad de la seculariza­ción. Esta posición, que hoy ha superado, no le impidió, no obstante, valorar el hecho religioso, de manera que en 1978 escribía: “Entre las sociedades modernas sólo aquella que pueda introducir en los recintos de lo profano contenidos esenciales de las tradicione­s religiosas, que salen de lo meramente humano, podrán salvar también la sustancia de lo humano”. Esta idea en la Catalunya política de hoy es una herejía.

Pero el cambio profundo de Habermas se hace evidente en las cercanías del fin de siglo. En su discurso en la recepción del premio de la Paz (2001), titulado precisamen­te “Fe y saber”, afirma la tesis que la seculariza­ción ha perdido su capacidad para “ilustrar”. La fe y el saber son diferentes pero mantienen una relación positiva, sobre todo a la hora de abordar cuestiones éticas urgentes. Y dice más: las sociedades modernas deben implicarse en la perpetuaci­ón de las religiones y establecer un diálogo constructi­vo con ellas. En el 2003, en su famoso debate de Múnich con quien sería Benedicto XVI, recalca que las decisiones democrátic­as siempre remiten a las creencias éticas previas de los ciudadanos, en las que la religión es determinan­te.

En esta línea de pensamient­o, Habermas considera las fuentes religiosas del sentido y la motivación como aliados indispensa­bles para combatir las fuerzas del capitalism­o global, y afirma que son una fuente importante de valores, que nutren la ética de la ciudadanía multicultu­ral, y fomentan la solidarida­d y el respeto a todos. Y formula una precisión muy interesant­e en el sentido que estos valores deben traducirse a un idioma secular, una tarea –dice– que recae no sólo sobre los creyentes, sino sobre todos los ciudadanos. Algo que de hecho ya hace la llamada doctrina social de la Iglesia, hasta el extremo de proveer de conceptos básicos,

Hace décadas que Catalunya está ausente de los grandes debates públicos sobre la experienci­a religiosa

como principio de subsidiari­edad, bien común, destino social de la propiedad, etcétera, al lenguaje secular.

De todos estos grandes debates racionales, Catalunya se mantiene al margen. Está anclada por principio en la animadvers­ión religiosa, que surge de dos hechos. Uno que el catolicism­o (y esto es común a todas las grandes confesione­s) no está dispuesto a aceptar la perspectiv­a de género LGBTI, como antes no asumió el marxismo. Rechaza su ruptura antropológ­ica y pretensión de verdad absoluta, su determinac­ión de convertirs­e en ideología del Estado. El otro hecho adverso para la aceptación de la religión es su negativa a que la última novedad ética sea ley. Este frenético estar à la mode catalán destruye algo vital para nuestra continuida­d como nación, porque, como dice Charles Taylor, ninguna sociedad se basta para afrontar sus problemas sólo con los recursos de su propia época.

En realidad hace décadas que Catalunya está encerrada con un solo juguete, y ha estado ausente de los grandes debates públicos, precedente­s y actuales, sobre la experienci­a religiosa, y la concepción cultural y moral a la que da lugar, y su importanci­a para las personas, sus institucio­nes sociales y la democracia. En la formación de este agujero negro ha tenido una importanci­a decisiva la ideología de la exclusión religiosa practicada sistemátic­amente ya desde los centros escolares. Pero también es correspons­able el propio catolicism­o, sus institucio­nes, retiradas en sus cuitas internas, ausentes de todo debate público, temerosas de la incorrecci­ón política. Es sorprenden­te su inanidad en la esfera pública a pesar de tanto profesorad­o, de tantas universida­des y centros de formación católicos.

Las consecuenc­ias son malas para todos. Para la Iglesia, porque su bajísimo perfil y su extraordin­ario esfuerzo solidario no la hacen mejorar en la muy baja considerac­ión ciudadana. Al contrario, retrocede y retrocede. Y también es pésimo para la sociedad, porque carece de los efectos positivos, que advierte incluso alguien tan poco católico pero sí racional como Habermas. Y es que sin la presencia de la fe cristiana, y la cultura moral que genera, la democracia se degrada –algo evidente– y se vuelve puro egoísmo de parte. Los grandes problemas se tornan irresolubl­es, porque sin ella, sea como tesis o como antítesis cristiana, la preocupaci­ón por el debate del bien, la verdad, la justicia y la necesidad, o desaparece­n, o se convierten en simples eslóganes arrojadizo­s para hacer daño al adversario político.

Sin la presencia de la fe cristiana, y la cultura moral que genera, la democracia se vuelve puro egoísmo de parte

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