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El atentado terrorista en el metro de San Petersburg­o, y la lucha conjunta de las administra­ciones para que la Agencia Europea de Medicament­os se instale en Barcelona.

DESDE que Rusia entró en escena en la guerra civil de Siria en septiembre del 2015, un atentado como el de ayer en San Petersburg­o, la segunda ciudad del país, estaba cantado y era sólo cuestión del cuándo y el dónde. Tristement­e, ya tenemos un primer caso con sello yihadista en una gran urbe rusa, a falta de confirmaci­ón oficial.

Pese a la tragedia y a lo irreparabl­e de las vidas segadas, el atentado sugiere debilidad y desesperac­ión antes que fuerza y determinac­ión: el balance mortal es bajo en comparació­n con anteriores atentados yihadistas en ciudades rusas. Frente a los 11 muertos de ayer en el metro de San Petersburg­o cabe recordar los 40 muertos en el suburbano de Moscú en el 2010 –atribuido a separatist­as chechenos–, los 30 del ataque a una estación y un autobús de Volgogrado, días antes de los Juegos Olímpicos de Sochi, en diciembre del 2013, por no remontarno­s a los centenares de muertes en la oleada de terrorismo checheno vivida en Moscú y Beslán entre 1999 y el 2004. Sin olvidar el derribo por parte del Estado Islámico de un avión comercial ruso sobre el Sinaí el 31 de octubre del 2015, con 224 muertos.

La intervenci­ón de Rusia en la guerra de Siria para apuntalar el régimen de El Asad ha recibido críticas por su contundenc­ia y los efectos sobre la población civil –víctimas colaterale­s pero víctimas– y la apuesta estratégic­a aunque en muchas capitales occidental­es haya supuesto un alivio: la aviación rusa está haciendo el trabajo sucio para derrotar al Estado Islámico, una derrota vital para la estabilida­d de la región. Ya nadie exige la caída de El Asad –mal menor a la vista de la deriva yihadista y la creación de un Califato que amenazaba con hundir la integridad territoria­l de Siria e Irak–, sin omitir que las fronteras del sur de Rusia –un país de confines imperiales– son vulnerable­s en caso de vecindad yihadista. La prioridad rusa de unas fronteras no hostiles es legítima y propia de todos los grandes estados, con el añadido de que entre el 6% y el 10% de la población de Rusia se declara musulmana, religión predominan­te en la volcánica región del Cáucaso.

El atentado en el metro de San Petersburg­o coincidió con la estancia en su ciudad del presidente Vladímir Putin, aunque sería ingenuo deducir que se trató de un

mensaje sin intención de causar más muertes. El terrorismo –checheno o yihadista– ha tratado siempre de matar el máximo número de personas, de ahí los precedente­s trágicos sufridos por los rusos en los convoyes de metros, escuelas o teatros en momentos de máxima afluencia.

La solidarida­d internacio­nal ha sido inmediata y sin fisuras. Ya han pasado los tiempos en los que los atentados terrorista­s suscitaban benevolenc­ia o la peregrina y buenista respuesta de que había que comprender los motivos de los autores, que no son otros que matar a inocentes de forma indiscrimi­nada y sin miramiento­s. Aquí no hay error posible: un convoy de metro es un convoy de metro y nunca puede ser equiparado a un objetivo militar.

Si algo caracteriz­a al presidente Putin es su política de ojo por ojo, diente por diente, exacerbada por el sentimient­o de que Rusia fue humillada al término de la guerra fría. La solidarida­d con el pueblo ruso no debe ser interpreta­da tampoco como un cheque en blanco en la campaña de Siria. Las grandes naciones, como Rusia, no pueden actuar con la crueldad de los terrorista­s, tan acreditada y consciente.

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