La Vanguardia

El desierto no es de los faraones

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Hubo un grupo de humanos que no quiso encerrarse. Que rechazó los muros y la seguridad porque prefirió continuar conectado a la naturaleza y aceptó ser vulnerable a las asperezas del tiempo: los nómadas.

Hombres y mujeres que siguieron su camino fieles, ante todo y pese a todo, a su concepción de la libertad. Para Ahmed Malick no había otra forma de vivir. Cuando le vi desde lejos, azuzaba a su camello junto al pozo de Bir Hakuma, uno de los milagros húmedos que hacían posible sobrevivir en el desierto de Bayuda, en el norte de Sudán. Conocer la situación de los pozos del desierto, un conocimien­to que durante generacion­es se había heredado de padres a hijos, era la diferencia entre la vida o la muerte.

Esa era la verdadera sabiduría en un lugar como ese. Ahmed desconocía todo del mundo, dónde estaban los países, cuáles eran los clásicos de la literatura, quién era Beethoven o dónde quedaba Moscú, pero conocía su mundo como la palma de la mano.

Podía reconocer cada rincón, cada nueva planta o animal y cada sendero de arena oculto a los ojos de los demás. Su mundo quizás era pequeño, pero era completame­nte suyo. Por eso podía sobrevivir en él.

Ahmed se alegró de vernos llegar. Estrechó enérgicame­nte mi mano, preguntó de dónde venía y se presentó: eran hassaníes de la tribu Naktab. Pronto se hizo evidente que un concepto como la precisión para él no significab­a nada. Los años, los kilómetros o las distancias, algo que en el mundo occidental parece indispensa­ble, para Ahmed eran preguntas extrañas, medidas que no medían nada. ¿Cuántos años tienes? Soy el segundo hijo de mis padres. ¿Cuánta distancia hay hasta el próximo pozo? Depende de si vas al paso de camellos, asnos o de cabras; y si están cansados o no. ¿Cuánto tiempo pasas en el pozo? Hasta que el sol empieza a bajar.

Ahmed iba descalzo y vestía un sayo sucio y un gorro de lana verde oscuro. Llevaba una barba de varios días y un bigote blanco le subrayaba la nariz. Cuando le preguntaba, detenía lo que estaba haciendo y, con una paciencia infinita, respondía para después continuar pausadamen­te su trabajo. Para recoger el agua, usaba una girba, una bolsa de piel de cabra muy utilizada en los pueblos nómadas. Ligera y fácilmente transporta­ble si estaba vacía; cuando estaba llena tenía el tamaño de un cerdo pequeño. Me quedé observando un buen rato los movimiento­s de Ahmed. Lanzaba la girba al fondo del pozo atada con una cuerda y, gracias a una polea colocada en una rama horizontal, estiraba y soltaba la cuerda –como si estuviera tocando la campana de una iglesia– para que el recipiente se llenara de agua. Aquella polea de hierro era una pieza fundamenta­l. Cada familia viajaba con una a través del desierto. Aquel objeto era una columna central de sus días. Aquel pedazo de hierro gastado por el tiempo era un objeto difícil de encontrar, de comprar y reponer, así que pasaba de abuelos a nietos durante décadas. No pertenecía a nadie en concreto, era un tesoro de la familia, una pieza clave en sus vidas que debían conservar hasta entregárse­lo a la próxima generación, que la usarían con mimo hasta cedérsela a sus hijos. Y estos a su vez se la darían a los suyos. Hay lugares donde los objetos no se cuidan, se atesoran. Pregunté a Ahmed si surgían conflictos cuando se reunían varios rebaños junto al pozo.

De nuevo, mi duda le sonó extraña. Si el pozo está ocupado, decía, simplement­e se sentaban a esperar.

–El agua y el fuego no tienen dueño, son de todos y para todos.

Ese equilibrio vital había mantenido con vida a los pueblos nómadas durante siglos. Pero como muchas cosas que perduran durante mucho tiempo, su superviven­cia se da por descontada; y no es así. A los nómadas, la tierra se les escurre entre los dedos; se les escapa. En el año 1900, África tenía una población de 120 millones de personas. En el 2016, superó la barrera de los 1.200 millones de habitantes. Antes del fin de este siglo, se estima que habrá 3.000 millones de africanos; más que la población actual de China e India juntas. Cada vez hay más gente, más cultivos y más sequía. Y la sed no sólo mata, también crea asesinos. A medida que millones de africanos huyen del avance del desierto y las altas temperatur­as secan los pozos, se recrudece la lucha por el agua y por las tierras fértiles. En la frontera entre el Sahel o el Sáhara y las tierras cultivable­s del sur, se intensific­an las peleas entre los nómadas ganaderos y los agricultor­es sedentario­s que protegen sus cultivos y pozos de pezuñas ajenas. Como cada vez hay más gente, las tierras ocupadas por huertos aumentan y cada vez hay menos sitio para alimentar o dar de beber a los rebaños de los nómadas que llegan de las tierras del norte.

Desde Mali al norte de Nigeria y desde Chad a Sudán, el extremismo utiliza esa desesperac­ión para ganar adeptos a su causa. Después de todo, la desesperan­za es uno de los grandes motores de la radicaliza­ción.

Varios kilómetros al noreste del pozo de Ahmed, vivía Madina Bala. Era una anciana de unos 85 años que calculaba su edad según las sequías que había sufrido a lo largo de su vida. Tenía los ojos ahogados en cataratas y casi no podía ver. Era nómada hassaní pero vivía con su hijo, Mohamed Bashir, y el resto de la familia en un grupo de chozas hechas de paja y ramas. Era un asentamien­to apresurado, provocado por la necesidad: la sequía les estaba matando. Al cabo de un rato, nos trajeron una bandeja de té dulce. Su hospitalid­ad era sincera: se alegraban de nuestra visita imprevista.

De las paredes de paja y de los troncos que sujetaban la estructura, colgaban las pertenenci­as de la familia: sacos con comida, ollas y tazas, bandejas, bidones de plástico, una tetera, amuletos, telas o cajas metálicas abolladas. Todos los objetos que atesoraba la familia estaban colgados en las paredes de aquellos refugios de madera y paja.

Madina, sentada en una esterilla sobre un somier de madera sin colchón, daba sorbitos cortos al té caliente mientras su hijo enumeraba las dificultad­es de la vida nómada. Bashir explicaba que, tres años atrás, una sequía especialme­nte dura les había obligado a acercarse al Nilo. “Estuvimos tres días caminando, pero allí los granjeros no nos recibieron bien. A nosotros no nos gusta aquello, preferimos vivir en el desierto”. Mientras Bashir hablaba, Madina parecía ausente y tenía la vista fija en algún punto lejano del horizonte, más allá de la puerta de la choza. Pero sí escuchaba.

Le pregunté si la ausencia de lluvia podía obligarles algún día a tener que asentarse en las tierras fértiles junto al río, donde el agua es más abundante y la vida quizás sería más fácil. Madina escuchó como su hijo traducía la pregunta pero le cortó a la mitad.

–Habla de la noche –dijo Bashir por fin. –¿De la noche? –Dice –prosiguió– que sólo sobre la arena puedes dormir bien, profundame­nte. Que sólo el sueño del desierto te borra los problemas de la cabeza y te despierta con energía. Y te pregunta si tú te irías de un sitio que te regala cada noche algo así.

En África cada vez hay más gente, más cultivos y más sequía: y la sed no sólo mata, también crea asesinos Bashir: “Sólo el sueño del desierto te borra los problemas de la cabeza y te despierta con energía”

 ?? XAVIER ALDEKOA ?? Una familia de nómadas junto al pozo de Bir Hakuma en el desierto de Bayuda, situado en el norte de Sudán
XAVIER ALDEKOA Una familia de nómadas junto al pozo de Bir Hakuma en el desierto de Bayuda, situado en el norte de Sudán

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