La Vanguardia

Proceso Homs

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Hay imágenes cargadas de simbolismo. Hará un mes que el diputado Francesc Homs se sentó en el banquillo de los acusados del Supremo. En el Salón del Pleno del Palacio de Justicia parece concentrar­se el poder del Estado y su fría capacidad punitiva. Incluso más que en un desfile militar. Sentados uno junto al otro, vestidos con toga preceptiva, los magistrado­s contemplab­an al político nacionalis­ta flanqueado­s por una bandera de España y un escudo esculpido con dorados y grises como la piedra del Escorial. Lo hacían con la aparente impavidez con la que, de cara afuera, el Estado ha disecciona­do la evolución del proceso soberanist­a desde su arranque. Como es bien sabido, Homs ha sido condenado a un año y un mes de inhabilita­ción por un delito de desobedien­cia grave: permitir la celebració­n de la consulta participat­iva del 9-N a pesar de la prohibició­n del Tribunal Constituci­onal.

El 29 de marzo Ana Pastor –presidenta del Congreso– recibía el auto de ejecución. Homs era expulsado del Congreso. Al día siguiente 90 diputados se marchaban a medio pleno como muestra de solidarida­d. Es un caso lamentable, pero tiene la virtud de ser un paradigma del callejón sin salida donde estamos.

Es probable que el Estado haya actuado como debe para sellar su estabilida­d, pero la estabilida­d no es pétrea, sino que se regenera como un organismo vivo porque así son las sociedades. Se consigue en la medida en que los tres poderes dan con mecanismos para hacerse porosos a las demandas expresadas de manera pacífica por la ciudadanía. Es en esta dinámica entre ley y legitimida­d cuando se vivifica la convivenci­a democrátic­a. Si la dialéctica se obtura, el Estado de derecho que a todos nos da garantías también se degrada. Estamos aquí. Porque la consulta del 9-N, estéril en términos de negociació­n política, fue una movilizaci­ón provocador­a y con apariencia de votación que escenificó un momento fervoroso de acumulació­n de legitimida­d. Puro proceso. Poca cosa más. Pero si sus consecuenc­ias sólo son penales –con derivadas políticas: expulsión del Congreso–, significa que el Estado bloquea la dinámica democrátic­a. Con estas cercanías no vamos a ninguna parte.

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