La Vanguardia

Nuestra ciudad

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Este hotel cuenta con una hermosa terraza bar con vistas a la ciudad. Amablement­e, los miembros de su conserjerí­a me indicaron que sí, en efecto, estaba abierta al público. El público en cuestión era mi grupo de lectura y conversaci­ón de seis señoras de entre 70 y 90 años.

Un día antes subí a la terraza bar y les pedí una sola cosa: que me reservasen una mesa porque, aunque estas señoras viven muy cerca, no podía arriesgarl­as a hacer el viaje en vano. “No se aceptan reservas”, me contestó un joven. “La prioridad son los clientes del hotel”. Entonces se me ocurrió una alternativ­a que a este joven le pareció bien. Al día siguiente, diez minutos antes de nuestro encuentro, me presenté allí arriba ante otro joven –el encargado del bar, me dijo él, con aire de autoridad– para anunciarle que en nada estaríamos allí. Cinco minutos, diez como mucho y nada más. Lo que tarda una anciana en avanzar con su bastón desde la calle de detrás. No hubo forma: “No aceptamos reservas, los clientes del hotel pueden ofenderse si suben y encuentran una mesa reservada”. Corrí el riesgo: volví, subimos a la terraza y nos sentamos. Bebimos y pagamos nuestras consumicio­nes y comentamos las vistas.

Es absolutame­nte falso que el problema de esta ciudad sea el turismo. Esos turistas de la terraza del hotel eran gente muy educada y agradable. Nos considerab­an parte del lugar. El problema es cómo los de aquí tratamos a las personas; sea un turismo al que se le rinde desmesurad­a pleitesía (¿será la otra cara de la misma moneda, la del desprecio hacia el guiri?), sean mujeres de edad con inquietude­s y muchas historias que contar.

LILIAN NEUMAN

Barcelona

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