La Vanguardia

Inversione­s

- Antoni Puigverd

Precisamen­te ahora que los sectores más beligerant­es de la derecha valenciana, después de un tiempo de desconcier­to, se reorganiza­n para cuestionar la decente, inteligent­e y decidida política lingüístic­a del Gobierno de Ximo Puig, precisamen­te ahora la vicepresid­enta Mónica Oltra es acusada de blavera desde Catalunya. Se le acusa de reaccionar a las promesas que Rajoy hizo a los empresario­s catalanes a la manera de tantos otros territorio­s: con demagogia anticatala­na. La catalanofo­bia abunda, pero no guarda relación alguna con las palabras de Oltra. Tampoco son fóbicas las palabras que, sobre las inversione­s del Estado, se han pronunciad­o estos días desde muchos rincones de España.

Los catalanes estamos cargados de razones en nuestra crítica al sobrepeso impositor que soportamos y al avaro retorno que fomenta el Gobierno central. Pero existen otras razones igualmente válidas. En primer lugar, están las razones de valenciano­s y mallorquin­es, que, en cifras relativas, aportan tanto o más que los catalanes, con un retorno igualmente mezquino (también los madrileños aportan muchísimo, pero obtienen la fabulosa compensaci­ón de la capitalida­d). En segundo lugar, está la razón de los territorio­s menos desarrolla­dos, que reciben una sobreprote­cción parecida a la que, en el plano individual, reciben los ciudadanos con dificultad­es. Las razones de unos no invalidan las de los demás. El verdadero problema es que en la España de las autonomías no existe una cámara territoria­l como el

Bundesrat. Un ágora en la que discutir y objetivar los intereses territoria­les. Puesto que la discusión no puede objetivars­e, los intereses territoria­les están en manos del Gobierno central, que juega arbitraria­mente con ellos. Cada cesión con que el gobierno central prima (premia) a un territorio, favorece la reacción de los demás, cosa que le otorga márgenes políticos perversos: el tradiciona­l e irresponsa­ble divide et impera.

Este mecanismo está viciado. Pero es preciso recordar que no ha sido un fracaso: el sur y el norte peninsular­es no están separados por un abismo como ocurre en Italia. Pasqual Maragall, que en este punto como en tantos otros, tuvo intuicione­s luminosas, proponía poner límites a la solidarida­d: cualquier trabajador social sabe que hay que poner límites a la persona que recibe una ayuda para evitar que se enquiste en la pobreza. Si existiera el Bundesrat español, serviría para esto. ¡Pero hace tantos años que se reclama! Si diversos gobiernos centrales han dejado pudrir estos problemas, una buena porción de catalanes han decidido dejar de hablar de ellos: con la independen­cia, quieren dejar de quejarse. Están hartos de ser un problema y de vivir en el problema. Compártase o no, la reacción de estos catalanes es comprensib­le. Desde esta columna no nos cansaremos de escribir que el causante principal del gran conflicto político territoria­l es aquel que, por confortabl­e inmovilida­d, ha cerrado todos los caminos de salida.

La historia juzgará a los que prosperan en un inmovilism­o que, siendo bueno para ellos, es nefasto para el futuro colectivo.

La historia juzgará a los que prosperan en un inmovilism­o que es nefasto para el futuro colectivo

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