La Vanguardia

Florencia y Roma

- Jordi Llavina

Cuando el lector detenga sus ojos en este artículo (en verdad, no aspiro a tanta considerac­ión), yo estaré lejos de aquí. Mientras usted sorba, de buena mañana, uno de esos despreciab­les cafés que sirven en la mayoría de nuestros bares, el menda hará lo propio con un delicioso ristretto en un café de Via Cavour, planeando la jornada del miércoles con sus alumnos. Acaso me lea comiendo, tratando de enrollar con su tenedor unos espaguetis apelmazado­s, bañados en una salsa de tomate casi fría, con sabor a agua ácida, salpicada de pepitas. Para entonces uno estará saboreando, chi lo sa, un plato de penne all’arrabiata ,y confirmand­o, una vez más, que no hay mejor tierra para profundiza­r en la joie de vivre que la de la inmortal Italia.

Es un lugar común decir que Italia, más que ningún otro país de Europa, es el más cercano a nuestro espíritu. ¡Ya nos gustaría parecernos más a él! Yo descubrí esta maravillos­a nación treinta años atrás, cuando tenía la edad que cuentan ahora mis queridos bachillere­s. A los dieciocho, la belleza de una calle romana, de un lienzo de Caravaggio o de un campo de olivos en la Toscana sacia inequívoca­mente la mirada e invade incurablem­ente nuestro espíritu, y, además, esa belleza se queda para siempre en la conciencia, aprovision­ándola de referencia­s, dotándola de mayor apertura de luz. Algo que envidio a la mayoría de mis alumnos –a los que van a pisar por vez primera la bota– es no sólo la sensación de estrenarse en la península, sino también el acopio que van a hacer de sus primeros, valiosos recuerdos romanos y florentino­s.

En la ciudad eterna he estado sólo dos veces, pero en Florencia habré vivido, en mis seis o siete estancias ahí, por lo menos un par de meses, contando todos los días de años muy dispares. Guardo de la ciudad una memoria encendida. Hace veintidós años, mi mujer y yo, subiendo a la cúpula del duomo, tuvimos de nuestro hijo mayor –que acaba de cumplir veintiún años– su primer aviso. A la vuelta, la confirmaci­ón del embarazo nos recordó que uno de los días más felices de nuestra vida lo habíamos pasado en Florencia (como el siguiente lo viviríamos en Venecia, cinco meses más tarde, la Nochevieja del 95). Umberto Saba escribió de ella: “È come se ogni pietra che il piede batte fosse il mio cuore”. Y yo creo que no hace falta traducir una emoción tan diáfana, que hago mía por completo.

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