La Vanguardia

Cuestión de repartir

- Miquel Puig

La ansiedad entre los jóvenes es consecuenc­ia de la desconfian­za en las reglas del juego

Se nos repiten dos vaticinios alarmistas sobre nuestro futuro económico.

El primero se refiere a la automatiza­ción y destaca el número de puestos de trabajo que destruirá –que ya están destruyend­o– la robotizaci­ón, la inteligenc­ia artificial y también la uberizació­n. Este lunes se nos decía que cada robot instalado destruye seis. Se deduce que es inevitable un paro masivo que condenará a una parte importante de la población a la miseria o la dependenci­a del resto de la sociedad.

No se trata de una amenaza vacua, porque la historia nos enseña que los cambios repentinos en el modelo productivo –empezando por los cierres de fincas comunales en el siglo XVIII– dejan fuera de juego multitud de personas que, por edad y por formación, quedan sin alternativ­as satisfacto­rias para ganarse la vida.

Esta amenaza se hace aún más creíble debido al hecho de que la resolución de la crisis 2008-2013 ha supuesto la reaparició­n de un personaje histórico que parecía definitiva­mente superado: el trabajador pobre, es decir, la persona que, a pesar de trabajar a tiempo completo, es incapaz de proporcion­ar a su familia un nivel de vida digno.

La segunda premonició­n catastrofi­sta se refiere al envejecimi­ento de la población y, por tanto, a la disminució­n del ratio entre ocupados y jubilados. Como las pensiones de los segundos tienen que salir de las cotizacion­es sociales de los primeros, se deduce que el sistema de pensiones es insostenib­le a menos que estas no se recorten considerab­lemente. La identifica­ción entre anciano y pobre, que era corriente hasta hace cien años, estaría a punto de reaparecer.

Una de las consecuenc­ias de estas premonicio­nes es la ansiedad entre los jóvenes. Los desafortun­ados porque están encadenand­o contratos temporales sin un horizonte claro de mejora, y los afortunado­s porque se sienten obligados a proporcion­ar a sus hijos una educación elitista que les permita evitar formar parte de los desafortun­ados. Se trata de una ansiedad que mi generación, más afortunada, no conoció.

En realidad, esta ansiedad no es sino una manifestac­ión de la desconfian­za en las reglas del juego, porque el empobrecim­iento de una parte de la población sólo sería inevitable si previésemo­s una reducción de la producción per cápita. Ahora bien, no hay ningún motivo para hacerlo. Todo lo contrario, lo que contamos es que seguirá habiendo más para repartir.

La industrial­ización y el sentimient­o nacional han sido dos fenómenos históricos complement­arios. El primero ha aumentado la producción pero lo ha hecho a costa de romper los equilibrio­s económicos previos. El segundo ha permitido repartir mejor esa producción porque ha creado un vínculo de solidarida­d entre millones de personas que no se conocen entre sí.

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