Cuestión de repartir
La ansiedad entre los jóvenes es consecuencia de la desconfianza en las reglas del juego
Se nos repiten dos vaticinios alarmistas sobre nuestro futuro económico.
El primero se refiere a la automatización y destaca el número de puestos de trabajo que destruirá –que ya están destruyendo– la robotización, la inteligencia artificial y también la uberización. Este lunes se nos decía que cada robot instalado destruye seis. Se deduce que es inevitable un paro masivo que condenará a una parte importante de la población a la miseria o la dependencia del resto de la sociedad.
No se trata de una amenaza vacua, porque la historia nos enseña que los cambios repentinos en el modelo productivo –empezando por los cierres de fincas comunales en el siglo XVIII– dejan fuera de juego multitud de personas que, por edad y por formación, quedan sin alternativas satisfactorias para ganarse la vida.
Esta amenaza se hace aún más creíble debido al hecho de que la resolución de la crisis 2008-2013 ha supuesto la reaparición de un personaje histórico que parecía definitivamente superado: el trabajador pobre, es decir, la persona que, a pesar de trabajar a tiempo completo, es incapaz de proporcionar a su familia un nivel de vida digno.
La segunda premonición catastrofista se refiere al envejecimiento de la población y, por tanto, a la disminución del ratio entre ocupados y jubilados. Como las pensiones de los segundos tienen que salir de las cotizaciones sociales de los primeros, se deduce que el sistema de pensiones es insostenible a menos que estas no se recorten considerablemente. La identificación entre anciano y pobre, que era corriente hasta hace cien años, estaría a punto de reaparecer.
Una de las consecuencias de estas premoniciones es la ansiedad entre los jóvenes. Los desafortunados porque están encadenando contratos temporales sin un horizonte claro de mejora, y los afortunados porque se sienten obligados a proporcionar a sus hijos una educación elitista que les permita evitar formar parte de los desafortunados. Se trata de una ansiedad que mi generación, más afortunada, no conoció.
En realidad, esta ansiedad no es sino una manifestación de la desconfianza en las reglas del juego, porque el empobrecimiento de una parte de la población sólo sería inevitable si previésemos una reducción de la producción per cápita. Ahora bien, no hay ningún motivo para hacerlo. Todo lo contrario, lo que contamos es que seguirá habiendo más para repartir.
La industrialización y el sentimiento nacional han sido dos fenómenos históricos complementarios. El primero ha aumentado la producción pero lo ha hecho a costa de romper los equilibrios económicos previos. El segundo ha permitido repartir mejor esa producción porque ha creado un vínculo de solidaridad entre millones de personas que no se conocen entre sí.