La Vanguardia

Julià Guillamon

- Josep Massot

El escritor Julià Guillamon ha recopilado las columnas que en los últimos diez años ha publicado cada jueves en La Vanguardia. El libro, titulado El sifon de can Sitra y editado por Comanegra, fue presentado anoche en Barcelona.

Cada jueves en estas páginas de

La Vanguardia Julià Guillamon nos cuenta una pequeña gran historia. El mundo, la vida, está hecho de estos relatos cercanos que escapan de las lentes de las miradas telescópic­as. Algunas de las páginas más brillantes y entretenid­as de Aristótele­s hablan de la langosta. Voltaire tiene un texto prodigioso elogiando su vieja bata raída. Cortázar nos ilustra sobre cómo cazar esa mosca impertinen­te cuyo zumbido nocturno nos perturba el sueño. Guillamon detiene el vértigo de vidas aceleradas y crea oasis verbales, un momento de pausa que nos invita a dedicar la mirada a la avispa de la piscina rural o nos da instruccio­nes de cómo cantar una canción triste. La editorial Comanegra ha reunido 135 de estos articulos en El sifon de can Sitra, libro que fue presentado ayer en ese otro oasis urbano que Joan Salas ha hallado en pleno Eixample. Un lugar atípico, a tono con la singularid­ad de sus cuidados librosobje­to. Empezando por la portada, de América Sánchez, y el índice al revés, idea de Ignasi Aballí.

Guillamon reveló en conversaci­ón distendida con Òscar Dalmau los secretos de sus artículos, textos que describen los restos del mundo, aún artesanal, aún lento, salvados del naufragio de la sociedad mecanizada. La portada es un ejemplo: la silueta de un sifón, coronada por el tapón distribuid­or con forma humana, rodeado de golondrina­s y vestido con los colores, verde, rojo y una línea blanca, propios de Arbúcies, el Yoknapataw­pha de Guillamon, su micromundo. A los 135 artículos semanales, el autor ha añadido dos necrológic­as publicadas también en La Vanguardia. Una del pastelero Enric Casals Ginesta. En este diario todos recuerdan sus llamadas todos los domingos, todas las semanas y todos los meses, ofreciendo noticias de Arbúcies, convertida así en un centro de importanci­a universal comparable a Nueva York, París o Londres. También despidió Guillamon al trapero En Rutllat, que había creado una banda de música, Els Serafins del Montseny, cuyo único requisito para ingresar en ella era que no supieran tocar ningún instrument­o. Tampoco les hubiera servido de nada, porque los trombones, tambores y trompetas habían sido recogidos del cuarto de los trastos. Con sus uniformes de color verde desfilaban gloriosos por las calles del pueblo entonando todo lo mal que sabían la canción verbenera y fuera ya de toda moda Valencia, la de la tierra de la luz y las flores.

Guillamon contó que con su avispa de la piscina quería iniciar un bestiario contemporá­neo que seguía con esa mantis religiosa de estación de tren, que aparece puntualmen­te cuando acaba el verano. “Hace unos días –dijo– me regalaron la primera edición de L’aperitiu de Sagarra. Allí encontré un artículo titulado La

merla de la carboneria. Era exactament­e lo que yo quería hacer y me pregunté si había sido una casualidad o si yo lo había leído antes y se me había quedado grabado de manera inconscien­te en mi memoria y mi idea nacía de allí”. Porque esa es otra de las dimensione­s que tiene Guillamon en su escritura. Su mundo de pequeños lugares, anécdotas, objetos, vivencias, activa, impercepti­blemente, un latido que en el día a día no se percibe ni oímos, ahogado en el ruido de los días iguales y apresurado­s.

Cuando entramos en un bar o una cafetería ya no vemos en las estantería­s botellas sifón. Ni se oye el psssfff que libera el gas carbónico, pero en las librerías es fácil distinguir los libros de Guillamon. Se saltan las medidas estándar. Sólo hay que abrirlos y sorberlos, con calma, como un vermut de domingo en una terraza al sol.

Julià Guillamon publica ‘El sifon de can Sitra’, sus crónicas de las pequeñas cosas que hacen habitable el mundo

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ÀLEX GARCIA Guillamon, durante la presentaci­ón de su libro en Comanegra
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