Odio a tres bandas
Un elemento esencial es el pingüe negocio de la heroína afgana, en el que participa todo el mundo
La situación en Pakistán llama la atención sólo de cuando en cuando por los atentados terroristas que se producen en el país y la dureza con que trata la emigración afgana de su territorio, pero el gran drama de la nación es la endeblez de su democracia. Sobre todo ahora, cuando el forcejeo entre Gobierno y militares está decantándose nuevamente hacia estos.
La situación resulta confusa porque la inestabilidad se basa tanto en la confusión étnica –los pastunes afincados a ambos lados de la frontera afgano-pakistaní tienen una conciencia de clan infinitamente mayor que la de patria– como en el recurso de los servicios secretos indios y pakistaníes a diferentes organizaciones terroristas islámicas para cometer atentados contra el vecino malquisto. Un elemento esencial en esta estructura lo constituye el pingüe negocio de la heroína afgana, en el que participa todo el mundo, pero de forma tan destacada como solapada el servicio secreto militar pakistaní.
En realidad, toda la historia del Pakistán, desde su creación hasta el día de hoy, ha sido un forcejeo por el poder entre militares y caciques civiles. Y debido al volumen del negocio de los estupefacientes, esta pugna se sitúa tanto en el propio Pakistán como en el Afganistán, con rebrotes constantes de terrorismo de Estado entre India y esta república musulmana.
La aparición del terrorismo islámico con Bin Laden, que asentó sus reales en Afganistán, y su extensión actual gracias al Estado Islámico ha terminado por desestabilizar la política pakistaní. Porque al río de oro que crea la presencia de las tropas occidentales enfrentadas a los talibanes afganos (también hay talibanes pakistaníes) se suma la actividad imprevisible de los fundamentalistas islámicos del subcontinente. Esta es imprevisible porque los grupos terroristas y los grupúsculos criminales que invocan la fe para delinquir actúan por libre, sirviendo unas veces a los indios y, otras, a los pakistaníes, y siempre a sí mismos en cuanto surge la oportunidad de un pillaje.
Hoy en día, con un débil Gobierno civil pakistaní –el de Nawaz Sharif– en el poder, los militaristas se han encontrado con un regalo del destino en la reactivación de los atentados islamistas y los aspavientos nacionalistas de Kabul. Y para complicar aún más el rompecabezas pakistaní, han puesto bajo las órdenes del Ejército la milicia del estado federado del Punjab –patria chica y bastión político de Sharif–, imponiendo de facto sus intereses al Gobierno de la República.