La Vanguardia

Un parte amistoso

- Rafael Jorba

El choque de trenes se acerca. No hay operación

diálogo que lo remedie. El president Puigdemont y sus socios de JxSí y la CUP han puesto en marcha la desconexió­n exprés. Paralelame­nte, desde el Gobierno central, se responde a cada paso adelante del bloque procesista con un recurso suspensivo ante el Tribunal Constituci­onal. No hay margen de maniobra para el acuerdo. Se han perdido incluso las formas: la conferenci­a de Puigdemont en la Universida­d de Harvard marca un punto de no retorno. El presidente de la Generalita­t –el representa­nte ordinario del Estado en Catalunya– no sólo presentó a España como un país atrasado y autoritari­o, sino que equiparó la democracia española con la turca de Erdogan: “Tiene una Constituci­ón que autoriza al ejército a actuar contra sus propios ciudadanos, algo que sólo aparece en otra Constituci­ón en Europa: la de Turquía”.

El president está en su derecho de hacer esta analogía y de presentar la apuesta independen­tista como una lucha de Catalunya “por sus derechos civiles”. Pero más allá de la cuestión de fondo, en la que cada ciudadano tendrá su propio criterio, el problema está en que Puigdemont ha roto el deber de reserva que todo representa­nte de un Estado democrátic­o debe mantener de puertas afuera: no sólo utilizó la tribuna de Harvard para explicar su hoja de ruta, sino que la aprovechó también para dañar la imagen exterior de España. Es difícil, por no decir imposible, que en este contexto exista margen para el diálogo.

Sin embargo, más temprano que tarde el diálogo se abrirá camino, pero antes deberemos asistir al anunciado choque de trenes para poder calibrar el alcance de la colisión. (Un choque de trenes, dicho sea entre paréntesis, en el que cada parte debe evaluar si está al frente de un convoy de mercancías o de un tren de cercanías.) Mientras tanto, sería deseable que los

fontaneros de la Moncloa y el Palau de la Generalita­t mantuviera­n una línea de encuentro para pactar al menos la magnitud de la colisión, es decir, para acordar una especie de parte amistoso previo del siniestro. Una declaració­n que intentase rebajar al mínimo el margen de siniestral­idad política, que acotase el alcance de las sanciones penales y, sobre todo, que intentara evitar los daños colaterale­s o daños a terceros.

Es difícil que Puigdemont, que llegó al cargo con el traje a medida que le diseñó Mas, pueda impulsar esta declaració­n amistosa. Ya ha dicho que no se presentará a la reelección y que su cometido no es otro que el del referéndum sí o sí. Es la manera que ha elegido de pasar a la historia. Sin embargo, son los políticos que quieren seguir haciendo historia, como es el caso de Oriol Junqueras, los que están llamados a acotar el alcance de la colisión. El problema está en que el freno de seguridad –disolver el Parlament y convocar elecciones– sólo lo puede activar el president Puigdemont. Entre tanto, unos y otros, así en Barcelona como en Madrid, deberían saber que cuando todo se derrumba quedan las buenas maneras. Ojalá que no se pierdan.

Los ‘fontaneros’ de la Moncloa y la Generalita­t deberían pactar al menos la magnitud de la colisión

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