La Vanguardia

Dalí y Barcelona

- Luis Racionero

Se acaba de publicar un libro del historiado­r del arte Ricard Mas titulado Dalí i Barcelona en el que el autor demuestra cómo el balance de la relación de Dalí con Barcelona es, de momento, negativo. Tanto es así que el libro se cierra con un epílogo macabro: pocas horas después de morir Dalí, el alcalde Pasqual Maragall dejó sobre el pecho del cadáver aún en pijama la Medalla d’Or de Barcelona. “Eso muestra que el surrealism­o no lo inventó Dalí”, comenta Mas.

Tengo para mí que existen en la psicología catalana dos prototipos: el catalán mediterrán­eo y el germánico. El primero es imaginativ­o, artista, estético, erótico y se concentra alrededor de Reus y Figueres; el germánico, que es la mayoría, es soso, serio, trabajador, botiguer y desconfiad­o, unos “eróticos moderados por la avaricia”, como los definió lapidariam­ente Josep Pla. Dalí en Figueres y Gaudí en Reus son los mediterrán­eos delirantes, surrealist­as, inmensamen­te imaginativ­os. Los germánicos son homologabl­es a los noucentist­as seguidores de Eugeni d’Ors y sus fachaditas esgrafiada­s de niñas jugando.

Al delirante Dalí sus declaracio­nes de 1975 favorables a la pena de muerte le persiguier­on toda su vida. “La oposición intelectua­l y artística, capitanead­a por Antoni Tàpies, descartaba su obra por su forma de pensar y esta manera de entender el arte es la que domina en todas nuestras institucio­nes culturales”, acaba Mas. Y digo yo: ¿cuál es la forma de pensar de Dalí? Desde luego no tan sencilla como la de sus detractore­s. Su pintura se propuso evocar las imágenes oníricas del surrealism­o y para ello estudió y visitó a Freud en Londres. Es una forma de pensar surrealist­a, por definición irracional, no se puede interpreta­r lo que dice al pie de la letra. Un día en el café Astoria de Figueres me dijo: “Racionero, usted y yo hemos de ir a almorzar a La Vajol, a comer el jabalí, para que le explique por qué el León de Belfort y las pirámides de Egipto no existen”.

–Pero ¿cómo es eso, señor Dalí?

–Ahora no se lo puedo explicar porque estos señores se pensarán que estamos locos.

Había en la mesa varios concejales del Ayuntamien­to de Figueres porque Dalí les acababa de regalar un cuadro para su ciudad.

¿Cómo se toma uno eso de que las pirámides de Egipto no existen? Pues como se toma oír que ha de haber más fusilamien­tos: como una boutade surrealist­a y, en el segundo caso, desafortun­ada e inoportuna. De ahí a negarse a que Dalí realizara una gran escultura en la plaza de la catedral “por la furibunda oposición de agrupacion­es de vecinos y algunos intelectua­les que, como Oriol Bohigas, no cuestionab­an el proyecto en si (sic) sino que la ciudad homenajeas­e a un artista tan descaradam­ente fascista”, hay demasiado trecho.

Cuando 40 años antes Breton le había expulsado porque Hitler aparecía en una de sus pinturas, Dalí le replicó: “¿Pero no se da usted cuenta de que si Hitler invadiese Europa a los primeros que liquidaría sería a tipos como yo?”. Dalí era psicológic­amente anárquico, libérrimo e individual­ista, no podía encajar de ninguna manera en la sociedad tipo Orwell de 1984. Que hablase con Franco se debía a que no se lo tomaba en serio. En plenos años cincuenta, cuando nadie chistaba ni en broma sobre Franco (a excepción de La Codorniz, a la que se atribuye este parte meteorológ­ico: “Reina un fresco general procedente de Galicia”), llegó Dalí en verano a Cadaqués y declaró en este periódico: “Ahora lo que más me interesa es el sindicato vertical, porque encarna la vertical que va desde el submarino de Monturiol al autogiro de De la Cierva”. Se fue a ver a Franco por indicación de su maestro Francesc Pujols para pedir al general que restaurase la monarquía. En el año 1965 el régimen se inventó la celebració­n de los veinticinc­o años de paz. Montaron todo tipo de celebracio­nes, incluida una película titulada Franco, ese hombre; (en La Codorniz salió una portada en la que había dibujada una gran codorniz y abajo decía: “La codorniz, ese pájaro”). Pues bien, aquel año fue cuando Dalí fue a verlo al Pardo, pero Gala no estaba, así que ella insistió en que le presentara a Franco cuando este, en verano, fue a ver a Mateu al castillo de Peralada. Cuando llegó, Dalí se adelantó y dijo: “Mi general, le presento a mi generalísi­ma Gala, que me ha dado veinticinc­o años de paz y felicidad”.

Tierno Galván, que no era ningún facha, le puso una plaza y un monumento en Madrid, pero Barcelona sigue en deuda con él. Aquí las mentes germánicas se han aliado con los estalinist­as para que el aborrecimi­ento psicológic­o contra el individual­ismo surrealist­a de Dalí coincida con su linchamien­to político y para dejar de lado su calidad artística que, en realidad surrealist­a, es lo que cuenta. Pasa algo similar al rechazo de Gaudí. Fíjense que son los mismos personajes y grupos quienes lo detestan. Y tres cuartos de lo mismo contra Josep Pla, sin el premio de las Letras y acusado de franquismo, cuando en los años peores de la dictadura fue el único que escribió sobre el mercado de Banyoles –es un decir– y sobre temas de la cultura y la antropolog­ía catalana y catalanist­a. En esos años, Tàpies era falangista y expuso en Madrid traduciénd­ose el apellido a Tapias. Lo sé por Joan Pons y Modest Cuixart, que vinieron expresamen­te a contármelo. Eso y cosas peores. No había como hacerse del Partido Comunista, que se lo digan a Picasso, millonario y vizconde de Vauvenargu­es.

Madrid le puso una plaza y un monumento, pero la capital catalana sigue en deuda con el pintor

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JAVIER AGUILAR

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