La Vanguardia

Epidemia de titulitis

- D. FERNÁNDEZ, editor

Santiago Dexeus alerta sobre la afición de muchos profesiona­les a acumular títulos que, en muchos casos, son el argumento para enriquecer­se de forma ilegítima: “El fraude acostumbra a proseguir, con daños subsiguien­tes para aquellos que, fiándose del título, consultan al falso titular sobre algún problema que pueda preverse, y entra en los conocimien­tos de aquel que no reconoce nunca su incompeten­cia, dando largas al confiado ciudadano a quien tranquiliz­a”.

El joven Jim, el protagonis­ta de Lord Jim, la novela de Joseph Conrad, es un marino inglés, un oficial que abandonará a su suerte, en medio de una tormenta, a su pasaje de peregrinos musulmanes. La novela es, en ese sentido, una historia de culpa, redención y sacrificio final, con el episodio en que la tripulació­n y todos sus oficiales abandonand­o su barco, el Patna, como inicio de una expiación que supondrá también una catarsis para el lector y para Marlow, el narrador y marino trasunto del propio Conrad, que en la novela se pregunta qué tormenta puede revelar el corazón de un hombre. El mismo que, en una letanía que se repite a lo largo de todo el relato, no deja de pregonar que, pese a la traición que hizo una noche a su sentido del honor y a sus ideales, Jim es noble, un caballero recto y sacrificad­o, “uno de los nuestros”, un hombre fiel a sí mismo y a los demás, un hombre de temple y de palabra, un hombre de honor. En suma, e insistamos en ello, uno de los nuestros…

No quisiera yo ahora insinuar que Artur Mas se dirige a algún tipo de sacrificio y expiación definitivo­s, pero la verdad es que su carácter y figura me recuerdan cada vez más, caprichos de la mente, a la torturada y obstinada nobleza de Jim, que acabó siendo Tuan Jim, lord Jim, en el Patusan inventado por Conrad. Jim traicionó sus ideales cuando, como primer oficial, se dejó llevar por un mal capitán y una peor tripulació­n. Luego, con el capitán Marlow como testigo y amigo, compondrá ese personaje de extraordin­ario fatum y personalid­ad tan torturada como orgullosa.

No hay duda de que Artur Mas también era, para muchos de nosotros, uno de los nuestros. Solvente, capaz, políglota y educado, los años y la mezcla de responsabi­lidades y fracasos –que también dibujan y forjan toda biografía humana– fueron perfilando un personaje mejor que el inicial, aquel concejal del Ayuntamien­to de Barcelona que recordaba demasiado a un modelo de peluquería masculina o incluso a un jefe de planta de grandes almacenes. Ahora no, desde luego, ahora les reconozco que me puede esa visión tal vez demasiado melodramát­ica con la que lo contemplo y que hace que me recuerde al mismísimo lord Jim. me parece que el orgullo y la terquedad han hecho mella en su figura, en la que creo ver también el resentimie­nto y el deseo de redención. Sigue transmitie­ndo, me parece, una imagen de fortaleza y determinac­ión que no acaba de enmascarar su sufrimient­o interno. Y ese gesto suyo, cada vez más adusto, muy alejado ya del mesianismo que nos exhibió en distintos momentos de su vida política, hace que me plantee si su figura pública se está distancian­do de su yo íntimo y real. Aunque todo esto no sean más que, claro está, conjeturas y suposicion­es. O mala literatura, como ustedes quieran. Pero es que el político Mas, el hombre público, aquel que Jordi Pujol eligió como heredero, no cabe duda de que ha marcado nuestras vidas y, muy especialme­nte estos últimos años, toda esta segunda década del siglo XXI. Y aunque nadie sea una isla ni actúe totalmente solo, Mas destaca como máximo responsabl­e, me temo, de un cambio político que parece haber acabado con el tradiciona­l catalanism­o posibilist­a.

Pero no lo digo hoy para juzgarlo ni censurarlo, sino para entenderlo. Porque no termino de comprender ni sus motivos ni sus razonamien­tos. Cuando Jim se presenta al juicio en el que es condenado, no sólo acepta la culpa, sino que la desea y la convierte en una suerte de secreto orgullo, un dolor que encuentra satisfacci­ón en su castigo. Jim ha fallado, pero Marlow sigue recordándo­nos que es uno de nosotros, uno de los nuestros.

Frente a las injusticia­s de la vida y las traiciones que nos hacemos a nosotros mismos, frente a las debilidade­s propias y las culpas y los errores que hayamos cometido, sólo queda el temple moral, el seguir adelante, el intentar redimirse, ser mejor. Pero Jim es incapaz de perdonarse, y su obstinació­n y su rencor se dirigen en primer lugar contra él mismo. No sé si es el caso de Mas. Lo ignoro, pero me encantaría leer un día un testimonio de su mano de estos años que fuese más sincero que justificat­ivo. Más que nada para entender el personaje y su misterio. Que lo tiene. O eso me parece. Aunque también sea peligroso imaginar profundida­des y tormentos donde igual no los hay.

En El crimen de lord Arthur Savile y otras historias hay un relato prodigioso de Oscar Wilde, La esfinge sin secreto, en el que lord Murchison se enamora perdidamen­te de lady Alroy, una mujer misteriosa y esquiva cuya existencia le parece que guarda algún secreto. Y sin embargo, lady Alroy no tenía ni secretos ni misterios. Tal vez sólo quería leer un rato a solas, en paz, tal vez le gustaba la imagen de sí misma como una mujer complicada, inalcanzab­le. La esfinge, al final del cuento, no tenía secreto. Como lord Murchison, creo que Mas aún guarda sus secretos. Pero quién sabe. Pudiera ser que hoy mismo, este domingo, Mas sueñe con una barca en Menorca. Y un mar en calma. Y no haya mayor misterio.

Me encantaría leer un día un testimonio de Mas de estos años que fuese más sincero que justificat­ivo

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