¿Cómo lo contamos?
Hace pocos días la Audiencia Nacional condenó a Cassandra Vera por un delito de humillación de una víctima del terrorismo. La víctima es Luis Carrero Blanco, asesinado por ETA cuando era presidente del Gobierno. La humillación se concreta en trece tuits que Vera publicó entre el 2013 y el 2016. La pena impuesta por la Audiencia es de un año de prisión y siete de inhabilitación. Esta estudiante no podrá renovar la beca que le permite estudiar Historia en la Universidad de Murcia y hasta que no tenga 28 años no podrá opositar para ser maestra, a pesar de que esta parece ser que su vocación profesional.
Uno de los tuits decía lo siguiente: “Si hacer chistes de Carrero Blanco es enaltecimiento del terrorismo...”. Me atrevo a complementar la frase. Si bromear sobre el atentado de Carrero puede ser considerado delito, el Estado democrático tiene un problema. Como advertía la nieta del propio Carrero, en una ejemplar carta pública, una sentencia condenatoria le parecería “un absoluto disparate”.
En parte el disparate está inquietantemente formulado en la sentencia: “La lacra del terrorismo persiste, aunque con menor intensidad, y las víctimas del terrorismo constituyen una realidad incuestionable, que merecen respeto y consideración, con independencia del momento en que se perpetró el sangriento atentado”. Me chirría. ¿El recuerdo tiene que ser respetado, pensando en los familiares, pero debe recibir consideración? Dicho de una manera provocadora, si la circunstancia en la que el atentado fue cometido es irrelevante, tendríamos que convenir que la memoria de Carrero y de Ernest Lluch merece una consideración equiparable. No se debería discriminar entre que Lluch fuese un hombre comprometido con los valores democráticos y que Carrero, al contrario, hubiera sido una pieza clave del franquismo que era un régimen apuntalado en la negación de las libertades.
Si han cumplido con lo estipulado, ayer las autoridades francesas habrán sabido dónde están los arsenales y de esta manera los gobiernos de Francia y España podrán proceder al desarme. Será uno de los últimos episodios de una historia que ha acabado con la victoria del Estado de derecho enfrente de la peor pesadilla que nuestra sociedad ha sufrido durante las últimas décadas. Los números son estremecedores. Historiadores solventes consignan que ETA ha matado a 829 personas como mínimo; de todos estos asesinatos, como poco, 754 se cometieron tras las elecciones constituyentes. No mataban por la libertad. En la España democrática no ha habido otro factor de desestabilización tan constante como la actividad de esta banda de mafiosos asesinos. No sólo fue su acción criminal. También la turbia reacción que provocó. Sin ETA difícilmente podría explicarse el clima que originó el 23-F ni la regeneración de un nefando terrorismo de Estado que durante la hegemonía socialista estableció vasos comunicantes entre las cloacas del franquismo y las de la democracia.
Pero el mal venía de lejos. Como un hijo bastardo, ETA nació de la frustración antifranquista en una época en que cierta vanguardia internacional creía en la utopía revolucionaria. Preciso. En un momento en el cual había latigazos revolucionarios percibidos como liberadores (Cuba, para empezar), en un contexto internacional en el que la violencia política no estaba ni mucho menos deslegitimada (para católicos radicales, para intelectuales de prestigio), la vía armada apareció porque sus fundadores constataron que el antifranquismo democrático no sumaba lo suficiente para derrotar la dictadura. Pasaban los años y el franquismo, sin dejar de reprimir y torturar, implementaba mecanismos para perpetuarse. De este ajuste permanente, que atenuó el carácter fascista de un sistema que nunca dejó de actuar con injusticia autoritaria, quizás Carrero Blanco fue la eminencia gris más efectiva.
Cuando el 9 de junio de 1973 fue nombrado presidente del Gobierno, aparte de sus virtudes políticas, el editorialista de La Vanguardia subrayó lo siguiente: “Si hay una persona cuya lealtad al Jefe del Estado sea total y clara ese es sin duda ninguna don Luis Carrero”. Fue la continuidad inherente a la lealtad lo que ETA, matando, hizo saltar por los aires. El atentado plantó una semilla tóxica al proceso democratizador y además la inmoralidad del asesinato tampoco permitió a la oposición modificar la correlación de fuerzas para imponer una ruptura. Pero es un hecho que el magnicidio del delfín obturó la perpetuación del sistema dictatorial tal como se había desarrollado hasta entonces y activó la necesidad del propio sistema de pensar alternativas para reformarse a fondo. En 1977 los asesinos de Carrero fueron indultados
Matar con finalidades políticas, si no es en legítima defensa, no tiene justificación alguna. Tampoco en el caso de Carrero. Pero la broma de mal gusto sobre él, y no sobre su escolta, ha durado tanto precisamente porque la circunstancia del pasado sí importa. La sentencia contra Vera, sin embargo, trastoca el orden de los factores. Recordarlo quizá implique cometer una injusticia con la paz del presente, como sostiene con razón David Rieff en su reciente Elogio del olvido, pero el olvido es injusto con el pasado.
Si bromear sobre el atentado de Carrero puede ser considerado delito, el Estado democrático tiene un problema