¿Quién ha roto qué?
Con el inocente “hace falta romper los huevos para hacer una tortilla” del concejal vicense de la CUP Joan Coma y el premeditado ¿Hacía falta romperlo todo? del subtítulo del libro del antiguo dirigente de UDC Josep Antoni Duran Lleida, se ha entrado en una nueva fase retórica del conflicto entre España y Catalunya. Cierto que en la vida de cada día de catalanes y españoles nada ha cambiado. No nos hemos tirado los trastos a la cabeza y, por lo tanto, no se ha roto ningún plato. Pero en la escalada verbal del conflicto, el verbo romper va ocupando su lugar con la obvia intención de aumentar la sensación de riesgo e incertidumbre.
Ya sabemos que este conflicto es, también y sobre todo, un conflicto de relatos. Excluida la fuerza bruta, la batalla principal está en construir una interpretación del conflicto –cada parte la suya–, y ver quién es capaz de conseguir ser más creíble para más ciudadanos. Al fin y al cabo, el futuro se escribirá en las urnas, primero en las de un referéndum, y después en las de las futuras y sucesivas elecciones. Y en este combate participan –participamos– los líderes políticos y sus asesores, los periodistas y creadores mediáticos de opinión y las organizaciones de la sociedad civil, cada uno con sus medios, recursos y habilidades. Ahora mismo, la neutralidad también es cómplice.
Obviamente, no todo es relato. La judicialización del proceso, la inhabilitación de algunos de sus líderes, las amenazas a las empresas necesarias para preparar el referéndum y las operaciones políticas de intoxicación, son un recurso a la fuerza del Estado. En cambio, por parte de quien no puede recurrir a este tipo de coacciones, casi todo se juega en la fuerza de las razones, en la internacionalización del conflicto y en el apoyo popular. Una batalla muy desigual, con la fuerza coercitiva a un lado, y con la capacidad de movilización ciudadana en el otro. Y, de fuerza motriz, los relatos respectivos.
Prestemos atención, pues, a los relatos y a este nuevo romper. El antecedente lo encontramos en aquello de “romper los puentes del diálogo”, aunque hasta entonces se trataba una metáfora suave. Ahora no: ahora el término señala el estropicio del modelo de encaje político nacido con la Constitución de 1978. Y en este terreno, la cuestión es saber en quién recae la máxima responsabilidad de la ruptura política y sentimental que se ha producido en estos últimos diez años.
Esta es mi versión. El pacto constitucional de 1978 se hizo sobre una serie de ambigüedades y sobrentendidos –particularmente en la cuestión territorial y nacional– para poder salir airosamente de aquella difícil transición sin ruptura de la dictadura a la democracia. Pero rápidamente se vio que las posteriores interpretaciones iban en direcciones contrarias según si se hacían desde Catalunya o desde España. En el largo periodo de los gobiernos de Pujol el conflicto se fue resolviendo con el supuesto –y no menos ambiguo– pactismo catalán, con aquello del peix al cove. Pujol intuía que era mejor no querer aclarar los términos de la relación. Pero Maragall quiso deshacer las ambigüedades con un nuevo Estatut, convencido de que había llegado el momento. Sin embargo, primero en las Cortes españolas bajo la hábil dirección de Alfonso Guerra y después con un Tribunal Constitucional amañado, las ambigüedades se deshicieron, sí... pero por el lado no deseado. Pujol tenía razón.
Desde finales del 2006, para un número cada vez mayor de catalanes, el poder del Estado se ha convertido cada día en más inútil y abusivo. Como explicaba muy bien la semana pasada Francesc Homs en su despedida en el Col·legi de Periodistes, el Estado español no tiene ningún proyecto para Catalunya. Y por eso, dijo Homs, su única estrategia es la judicialización para atemorizar, el intento de provocar la división dentro del soberanismo y el conseguir su derrota total. Y es este menosprecio a la voluntad de decidir si se prefiere el statu quo actual o si se emprende un camino de emancipación nacional, lo que a ojos de muchos catalanes acaba de convertir la autoridad del Estado en un autoritarismo intolerable.
De manera que si se quiere hablar de estropicio, conviene señalar quien lo ha provocado. Para mí, claramente, el Alfonso Guerra de la comisión Constitucional, el Partido Popular de la campaña catalanofóbica contra el Estatut o el Tribunal Constitucional de la sentencia castradora del 2010. Y, si se quiere, aquellos políticos catalanes que buscaron su confort en una ambigüedad que ayudó a confundir a los poderes del Estado respecto del pueblo catalán y su capacidad para mantenerse dócil y sumiso. Si valía la pena romperlo todo no lo sabremos hasta el final, y la respuesta no será la misma para cada uno. Quizás sea cierto que no habría hecho falta romper nada si el Estado español hubiera entendido la naturaleza plurinacional que el propio Duran Lleida le reclamaba en su libro de 1995, Catalunya i l’Espanya plurinacional. Sin embargo, al actuar como lo ha hecho, para muchos catalanes España no sólo es prescindible, sino además insostenible.
No habría hecho falta romper nada si el Estado español hubiera entendido la naturaleza plurinacional