Competir con los robots
Los mensajes de que la cuarta revolución industrial, la de los robots, la inteligencia artificial y los superhumanos o tecnohumanos, ya ha comenzado no dejan de sucederse. También los que advierten que va a cambiar profundamente nuestra forma de vivir y, sobre todo, de ganarnos la vida porque los empleos que no pasen a ser desarrollados por robots se transformarán y estarán peor pagados.
Y basta cualquier conversación en el trabajo o en la sobremesa familiar para constatar que tales advertencias provocan reacciones muy diversas. Como explicaba la semana pasada el futurista David Wood, están los incrédulos, negacionistas o tecnoescépticos, los que piensan que los avances tecnológicos actuales no son para tanto, que la convivencia con los robots sigue siendo cosa de películas y novelas de ciencia ficción y que, si en el futuro llega, no les afectará a ellos o no será traumático porque los robots harán tareas rutinarias, pero no podrán con las creativas y surgirán nuevas oportunidades laborales.
Un segundo grupo lo conforman los tecnoconservadores, los partidarios de preservar el modo de vida actual –cuando no el de hace unas décadas– por la vía de regular, frenar o incluso prohibir los avances, ya sea cobrando impuestos a los robots para dificultar su expansión o estableciendo legislaciones restrictivas sobre el intercambio de información o la investigación genética.
Están también los tecnoprogresistas, que consideran que esta revolución es imparable y que lo mejor que uno puede hacer es adaptarse rápidamente a los cambios, anticipar soluciones para los problemas que se prevén y aprovechar las ventajas que comporta.
Y luego encontramos los tecnolibertarios, los entusiastas, los que en lugar de frenar quieren acelerar todos los avances porque creen que la tecnología es la varita mágica que resolverá todos los problemas, creará un mundo más cómodo, acabará con las limitaciones y discapacidades humanas y nos hará más felices.
Si mi entorno fuera la referencia, diría que predominan los tecnoescépticos. Aunque observo que a medida que se intensifica el debate hay tendencia a dejar atrás la incredulidad o la indiferencia y mudar bien en tecnoconservador bien en tecnoprogresista. Y después de escuchar a Wood la tentación es hacerlo en esto último.
“No hay que luchar contra los robots, sino aprender a colaborar
A medida que se intensifica el debate, los tecnoescépticos mudan en tecnoconservadores o tecnoprogresistas Para afrontar la robotización habremos de hacernos más tecnológicos, pero también más humanos
con ellos”, dice. Lo que no deja de ser el clásico “si no puedes con tu enemigo, súmate a él” . Y pone ejemplos concretos: si está demostrado que robots e inteligencia artificial ya hacen mejor el 80% del trabajo de un médico (diagnóstico por la imagen, cribado de alteraciones genéticas...), que los doctores dejen esas tareas al robot y se centren en el otro 20% de su actividad.
Una segunda vía de adaptación es aprovechar los avances tecnológicos para trascender las capacidades humanas y garantizar prestaciones superiores y más diversificadas que las de las máquinas. Unas simples gafas que faciliten información al instante como ya hace el móvil significan una inteligencia humana aumentada. Un audífono será en breve suficiente para entenderse en cualquier idioma sin haberlo aprendido. Y no es descartable que un implante permita pronto mover objetos a distancia, pensar más deprisa o disponer de más memoria.
Si a esas prestaciones se suman las habilidades propiamente humanas –flexibilidad, empatía, seducción, improvisación, etcétera–, que también pueden potenciarse, los hombres y mujeres aumentados se vislumbran con posibilidades de sobrevivir a la inteligencia artificial y de competir laboralmente con todo tipo de máquinas. En palabras de Wood, “las personas hemos de ser cada vez más tecnológicas, pero también más humanas”. Y para ello hace falta no sólo regular los avances tecnológicos, sino un cambio de mentalidad que valore a las personas más allá del trabajo que desempeñan.