Y sin embargo, Rusia y EE.UU. dialogan
LA llegada de Donald Trump a la Casa Blanca produjo el espejismo de unas relaciones idílicas con Moscú, como si los intereses de dos potencias fueran un asunto de afinidades personales. Aun hoy, en el siglo XXI, hay que citar a lord Palmerston para no perder de vista su célebre axioma: “Inglaterra no tiene amigos permanentes ni enemigos permanentes. Inglaterra tiene intereses permanentes”. El espejismo ha durado poco: el tiempo que tardan las relaciones internacionales en imponer la realidad y situar las cosas en su sitio. La guerra de Siria ha bastado para destruir un supuesto idilio y ayer el presidente Vladímir Putin llegó a declarar una suerte de “con Obama vivíamos mejor” (“el nivel de confianza en términos de trabajo, especialmente en el ámbito militar, no ha mejorado, sino que se ha deteriorado”).
Después de las sanciones promovidas por la administración Obama y sus aliados europeos contra Rusia y habida cuenta de la errática política de la Casa Blanca sobre Siria, la recuperación de la confianza entre Washington y Moscú exigirá tiempo, algo que la guerra de Siria no concede. El ataque con gas sarín a la población civil siria –atribuido por la comunidad internacional al régimen de Damasco– fue percibido por el presidente Trump como un acto inaceptable en un momento decisivo para sus intereses: todos los presidentes de Estados Unidos tratan de fijar con acciones contundentes la línea de su política exterior en los primeros meses de mandato. Después de criticar reiteradamente a Barack Obama por no cumplir sus amenazas al régimen de Bashar el Asad, el presidente Donald Trump estaba obligado por muchos motivos a no dejar impune un ataque que horrorizó al mundo y tenía algo de provocador por parte de quienes cometieron la atrocidad. Los 59 misiles lanzados contra un aeropuerto militar sirio estaban llamados, indirectamente, a tensar la relación entre dos potencias con intereses contrapuestos: Moscú ha sostenido y sostendrá a El Asad, mientras que Washington lo considera el problema y no la solución.
Pese a la tensión y el cruce de reproches –Moscú mantiene que la matanza fue causada por un depósito de armas químicas de los rebeldes–, la visita del secretario de Estado, Rex Tillerson, al Kremlin, donde fue recibido –y sin humillantes demoras, como le sucedió a John Kerry– por el presidente Vladímir Putin, permite albergar la esperanza de que la relación se mantiene y ninguna de las dos partes parece dispuesta a cerrar el incipiente diálogo abierto tras la victoria de Donald Trump. Pese a las declaraciones altisonantes, los puentes siguen tendidos.