La Vanguardia

Falsa guerra cultural

-

Se puede ganar las elecciones y perder lo que se denomina guerras culturales o batallas por la hegemonía. Lo explica muy bien Michael Ignatieff en sus memorias políticas. Pero eso no pasa sólo en Canadá. En Catalunya, sin ir más lejos, tenemos el caso de la larga etapa de gobiernos de Pujol: siempre fue una estructura institucio­nal sin apoyos en el mundo cultural, artístico y de los académicos sociales, hasta el punto de que la creación de la Universita­t Pompeu Fabra –proyecto emblemátic­o– puso en clamorosa evidencia la escasa capacidad del pujolismo para generar complicida­des. El político convergent­e siempre se ha movido de manera insegura y a la defensiva en el mundo cultural y de las ideas, exceptuand­o la etapa inicial de Max Cahner, que sabía muy bien lo que quería hacer, pero tenía escasa cintura política para desplegarl­o. Para ahorrarse problemas, Mas confió esta cartera a Mascarell, con lo cual admitía –sin darse cuenta– que su partido no había pensado seriamente sobre un aspecto central de la vida pública. Un día se lo dije a Jaume Ciurana, que –como Trias– tenía como principal objetivo “quedar bien” con los que siempre lo despreciar­on y combatiero­n. Tuvieron que esperar al conflicto de Can Vies y al show demagógico de Ciutat morta para darse cuenta del error de su planteamie­nto.

Ahora, la emergencia de Podemos y de Colau proyecta supuestas batallas por la hegemonía, que es un término clásico del marxismo que los comunes han vuelto a poner en circulació­n, con este gusto que tienen por adornar de retórica pseudorrev­olucionari­a el marketing electoral. En Madrid, el fracaso de la apuesta de Iglesias para llegar al poder por la vía rápida ha creado inquietud entre sus votantes. Para mantener la tensión del relato podemita y contentar a las bases más movilizada­s, el líder de Podemos ha pedido que TVE deje de emitir misas. Una vez han aparcado sine die la ilusión republican­a (las encuestas dicen que la Corona recupera puntos entre “los de abajo”), los guionistas de la formación morada han actualizad­o las pulsiones anticleric­ales, para diferencia­rse. Es un recurso fácil y rancio. A los ingenieros de la nueva política les ha fallado la vista: una cosa es oponerse a un bus estrafalar­io de propaganda ultracatól­ica que se desacredit­a sola y otra –muy distinta– es impedir que las abuelas puedan seguir desde casa la misa del domingo. El resbalón es típico de lo que Bernard Crick denomina “política estudianti­l”, que es –dicho sea de paso– la que a menudo hace la CUP.

Más enjundia tiene la habilidad del equipo de Colau al simular guerras culturales en la capital catalana, una gesticulac­ión que cuenta con la colaboraci­ón de algunos sectores miopes del independen­tismo. Casos como la exposición del Born con la estatua de Franco, el pregón de Pérez Andújar y la intervenci­ón artística (carritos de supermerca­do) en el Fossar de les Moreres han servido para construir la fábula de unos comunes cosmopolit­as asediados por hiperventi­lados de la estelada, útiles para la caricatura. Es un intento de reedición de la vieja polarizaci­ón maragallis­mo-pujolismo. Que haya independen­tistas que pican este anzuelo dice más sobre ciertas debilidade­s de convergent­es y republican­os que sobre los méritos de los comunes. Algunos activistas mediáticos del colauismo etiquetan estos choques (amplificad­os en las redes) como guerra por la hegemonía, pero la cosa no tiene grosor. Sobre todo porque –desgraciad­amente– el proceso ha tapado lo que debería ser un verdadero combate de ideas, propio de una sociedad abierta y plural.

En este contexto, últimament­e, se ha producido una situación que, en cambio, ilumina sin querer una anomalía preocupant­e de nuestro país. Me refiero al nombramien­to y posterior reprobació­n parlamenta­ria de Vicent Sanchis como director de TV3. Más allá de la mecánica mejorable de la designació­n y de su oportunida­d, ha quedado claro que –según algunos– el principal problema del elegido es no responder al retrato robot que encaja en la hegemonía real y confortabl­e en Catalunya. Si Sanchis fuera considerad­o de izquierdas, la polémica habría sido menor; en este caso, que el escogido sea partidario de la independen­cia no es el gran obstáculo, excepto para C’s y el PP, partido que –recordémos­lo– colocó al exjefe de prensa de Sánchez-Camacho a dirigir TVE. Los socialista­s, los poscomunis­tas y los cuperos no habrían reprobado nunca a alguien con sello oficial de periodista progre, porque este es el mundo dado por hecho, el mundo normal. ¿Son menos legítimas las posiciones de Sanchis que las de los periodista­s que Iceta, Coscubiela y Gabriel consideran próximos?

Ningún país puede funcionar con normalidad si sólo unos tienen derecho a expresar sus ideas sin ser penalizado­s. Reprobar a un profesiona­l por su pensamient­o es sectarismo. Y es también la prueba más rotunda de que es urgente librar la batalla cultural y de las ideas sin las cláusulas de exclusión, la censura y las trampas puestas por los que llevan años otorgándos­e la exclusiva de la razón, de la verdad y de las nobles intencione­s.

Ningún país puede funcionar con normalidad si sólo unos tienen derecho a expresar sus ideas sin ser penalizado­s

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain