La Vanguardia

Cruzando las puertas

- Jordi Amat

A las siete de la tarde, desde Nueva York y por la cadena CBS, durante un cuarto de siglo Ed Sullivan regaló unas horas de entretenim­iento televisivo con su programa de los domingos. El show estaba en antena desde 1948 y lo patrocinab­a la Ford. Era la postal perfecta de una posguerra bondadosa. Pero algo empezó a arrugar ese cromo de la cultura de masas cuando la imagen de la pequeña pantalla que convivía en el comedor familiar aún no se veía en color. Septiembre del 56. Un tío surgido de las profundida­des de lo interracia­l, a golpe de cadera, incendiaba la conciencia pacata de un país autocompla­ciente. La noche en la que Elvis Presley apareció en la pantalla los niños del baby boom sintieron unas simpáticas cosquillit­as en la entrepiern­a.

Cuando al cabo de una década los Doors cantaron Light my fire en ese mismo programa, la transgresi­ón había desbordado definitiva­mente las compuertas de la represión. Ha estallado la pastoral americana. Aquella noche de septiembre de 1967 la voz, el cuero y la pose de Jim Morrison fueron como un oscuro orgasmo retransmit­ido en directo mientras el señor de la casa le pasaba el bote de ketchup a su niña de 14 años. Fue como si Fausto le estuviese desvistien­do la conciencia alargándol­e la mano desde el televisor. Nada pudo pararlo. Por esos días Light my fire llegaba al número 1 de la revista Bilboard.

Como otras piezas de ese primer disco mítico, aún hoy de letra y espíritu inquietant­e, la canción invita a traspasar las puertas de lo convencion­al para instalarno­s en el territorio de un inconscien­te formalizad­o como el espacio de la realizació­n personal auténtica. Escucharlo debe parecerse (supongo) a la experienci­a provocada por los alucinógen­os que corrían por la universida­d de UCLA y la playa de Venice, en Los Ángeles, donde los integrante­s del grupo se conocieron. Si la psicodelia pretendía mostrar el camino para

llegar a ese espacio más allá del bien y del mal, el disco te colocaba allí desde el momento en el que el vinilo empezaba a girar sobre la aguja. Ya lo decía el primer tema del LP, que fue también su primer single: Brake

on trough to the other side .Se trataba de adentrarse en el otro lado.

¿Cómo hacerlo? El disco incluye su versión de Alabama

song, un poema de Bertolt Brecht que en 1927 musicó Kurt Weill. Es una pieza de cabaret que se asocia al sonido caracterís­tico de los Doors por el caduco pero taquicárdi­co órgano de Manzarek que se contrapunt­a con la sinuosa voz de Morrison. Quien canta, como si estuviera en una procesión carnavales­ca, le pide una y otra vez a la luna de Alabama un camino: el que lleva a la whiskería. “Hemos perdido nuestra buena y vieja mama / Y hay que tener whisky, ya sabes por qué”. Pero no hay por qué. Si no dan con la whiskería y tampoco encuentran a la chica que también buscan, avanzaran hacia la muerte. I tell you we must

die. En este disco hay una pulsión profundísi­ma entre eros y tánatos, lubricada por juegos de palabras donde confluyen el sexo con las drogas. Por eso es inquietant­e. Casi diabólico. Escucharlo expansiona la mente. Vivirlo puede ser una condena.

Nada lo evidencia tanto como esa otra entrada en el reino de lo inconscien­te que es la majestuosa The end. Casi 12 minutos en las tinieblas que incluyen una explícita exaltación edípica: el asesinato del padre, la pasión por la madre. Cuando el verano del 66 Morrison improvisó esos versos en un lugar tan alternativ­o como en el club Whisky a Go Go de Sunset Boulevard, incluso allí les dijeron que se habían pasado de vueltas. Al cabo de un año, minutos antes de cantar Light my fire para todo el país, el productor del show de Sullivan les pidió que cambiasen un verso de la canción. Eso de Girl, we couldn’t

get much higher –chica, no pudimos llegar tan alto– se refería al consumo de drogas. Mejor otro verso que suavizase el contenido. Pasaron de todo. Lo cantaron. Cruzaban puertas para incendiarl­o todo.

Aquella noche de 1967 la voz, el cuero y la pose de Morrison fueron como un oscuro orgasmo retransmit­ido en directo En este disco hay una pulsión profundísi­ma entre eros y tánatos, por eso es tan inquietant­e, casi diabólico

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