La transacción de la transición
La Vanguardia del 10 de abril de 1977 –justo ha hecho cuarenta años– decía: “El Partido Comunista de España ha sido legalizado (…) a las nueve cuarenta y cinco de la noche de ayer, Sábado Santo. Don Santiago Carrillo (…) hizo la siguiente declaración telefónica a Europa Press: ‘La noticia me produce la misma satisfacción que van a sentir millones de trabajadores y demócratas. Es un acto que da credibilidad y fortaleza al proceso de marcha hacia la democracia’”. Un mes antes –por un real decreto ley de 18 de marzo– había llegado la amnistía efectiva para los presos políticos. Pocos días después –el 23 de abril– quedaron legalizados los sindicatos. El 15 de junio se celebraron las primeras elecciones democráticas, que dieron la victoria a UCD (170 escaños), seguida por el PSOE (115 escaños) y por el Partido Comunista (20 escaños). El 23 de octubre regresó a Barcelona, tras treinta y ocho años de exilio, Josep Tarradellas, presidente de la Generalitat. Por último, el 25 de octubre se firmaron los pactos de la Moncloa (acuerdo sobre el programa de saneamiento y reforma de la economía y acuerdo sobre el programa de actuación jurídica y política).
Estos son los hechos fundamentales que desencadenaron la transición de la dictadura del general Franco al actual régimen democrático y que hicieron posible su éxito. Debe reconocerse que la legalización del PCE –gracias en gran parte a las peculiares características personales de Adolfo Suárez y Santiago Carrillo– dio “credibilidad y fortaleza al proceso hacia la democracia”, al comprometer en dicha causa el indudable acopio de autoridad moral que había acumulado el PCE durante la dictadura. El Partido Comunista llegó a ser al final del franquismo “el partido” por antonomasia, transformándose de hecho en algo más que un simple partido comunista hasta convertirse en el gran partido transversal de oposición al franquismo. Esto explicaría que, desaparecida la dictadura, el papel del partido quedase reducido a poco más que testimonial, lo que se manifestó de modo imprevisto en los menguados resultados que obtuvo en las primeras elecciones democráticas.
Ahora bien, reconocida la importancia de este hecho, debe destacarse sin reserva alguna –como escribe Tom Burns Marañón– que la democracia llegó a España como “una fruta madura”, que tenía que caer forzosamente dada la consolidación de una incipiente clase media gracias al desarrollo económico de los años sesenta. Todo se transformó en España durante los casi cuarenta años que duró el franquismo. La España rural y del hambre se había convertido en una sociedad urbana de consumo. Únase a ello el miedo aún latente en la sociedad española a recaer en la vesania de la guerra incivil. Para evitar la fractura del país se optó por la “continuidad sin continuismo”, aunque, también hay que decirlo, este proceso no afectó de hecho a la hegemonía del grupo social dominante. Así, se consiguió “construir el mejor edificio constitucional de cuantos fueron levantados (…) en los últimos doscientos años”, lo que exigió “el mantenimiento de la normalidad” y, por ende, “la restauración de la Corona”.
Cuarenta años después del inicio de la transición, son muchas las voces que la critican o denigran en los más variados registros, desde la objeción ponderada y de matiz a la descalificación global y acerba. La razón de fondo subyacente a todas estas negaciones es atribuir al carácter reformista –es decir, transaccional– de la transición la causa de todas las indudables disfunciones actuales del sistema de democracia representativa y del Estado autonómico plasmados en la Constitución de 1978. Según estas críticas, el error estuvo en no partir de cero, haciendo tabla rasa de todo lo existente, para construir ex novo una república que fuese virgen desde antes del parto, en el parto y después del parto. Por lo que parece, al menos visto con ojos de ahora, nada impedía que este sueño fuese posible: ni una crisis económica gravísima, ni un terrorismo rampante y atroz, ni un ejército hostigado por los atentados, ni la opinión de buena parte –quizá la mayoría– de los españoles, reacios a dejarse embarcar en aventuras.
Se ha dicho con razón que la transición triunfó gracias a la transacción que hicieron posible los reformistas de régimen franquista (que finiquitaron el régimen), los democristianos (que representaron en parte al establishment), los comunistas (decisivos al aceptar la monarquía y la bandera, cuando los asesinatos de Atocha y en los pactos de la Moncloa) y los socialistas (que olieron el poder si se dejaban de dogmatismos y asumían un discurso regeneracionista). Cuarenta años después, sigo pensando que el pacto transaccional de la transición fue uno de los mejores y más fructíferos momentos de nuestra historia reciente. Ojalá el talante conciliador que mostraron entonces cuantos hicieron posible el entendimiento se diese hoy en quienes se enrocan en sus respectivas posturas, cerrándose a toda transacción y llevándonos a todos al despeñadero.
Ojalá el talante conciliador de quienes facilitaron la transición se diera hoy en quienes se enrocan en sus posturas