Tiempo para jugar
Los únicos lugares aptos para correr, saltar o chutar un balón son los parques
Apesar de la rigidez matemática del reloj, el tiempo puede ser como un chicle que se estira y encoge. Hace cincuenta años, cuando yo tenía diez, a la salida de la escuela iba a la biblioteca a hacer los deberes escolares, leer libros de Verne o devorar las aventuras de Tintín. Después estudiaba solfeo en la Escola de Música de Vic, y antes de cenar todavía me quedaba tiempo para vagar un rato por la calle, entonces con muy poco tráfico. Allá, además de emular a Kubala con la pelota, jugábamos con las canicas y corríamos en patines de ruedas, huyendo del acoso de los guardias.
Hoy, como las ciudades están hechas a la medida de los coches –y no a la de los ciudadanos–, es muy difícil que los niños puedan jugar en la calle. Los únicos lugares aptos para correr, saltar o chutar un balón son los parques públicos. Precisamente, cerca de casa hay un parque muy amplio donde llevo a los chiquillos cuando hace buen tiempo. El lugar, muy agradable y bien cuidado, suele estar frecuentado por hijos de inmigrantes (en Vic una cuarta parte de la población es extranjera). En alguna ocasión he encontrado a vicenses “de toda la vida” quejándose de una supuesta invasión de niños magrebíes que –según ellos– no dejan jugar a los autóctonos. Este sentimiento de discriminación hacia los chiquillos del país, a pesar de no ser compartido por todo el mundo, es bastante habitual.
Sin embargo, cabe pensar que muchos niños autóctonos no van a jugar al parque porque cuando salen de la escuela hacen otras actividades. Joan, por ejemplo, aprende a tocar el violín hasta las siete, y después se va al gimnasio. A la misma hora, Meritxell estudia inglés, Manuel va a entrenamiento de baloncesto para preparar el partido del sábado, y Jaume entrena con un equipo de fútbol; Lidia va a clase de taekwondo, Rita perfecciona su dominio de la informática, y Nil (que en la escuela no es muy aplicado) hace los deberes con un profesor particular; Margarita y su hermana Isabel no estudian nada, pero juegan a enfermeras en la rehabilitada buhardilla de su casa; Ramonet y su hermano Cinto disfrutan como locos con los coches del Scalextric. Ninguno de ellos tiene tiempo para ir a jugar al parque.
Mientras tanto, los niños magrebíes Mohamed, Tahar, Yusuf y Fatima se entretienen en el parque porque sus familias no pueden pagar actividades extraescolares. Igual que los indios Narpat y Gopal, los senegaleses Ibrahima y Mamadou, los ghaneses Babar y Dara, los rumanos Andréi y Cornel, los sudamericanos Jorge y Daniela, o Pau y Clara, hijos de catalanes en paro. Estoy convencido de que, si quisieran, muchas familias autóctonas sin dificultades económicas notables podrían encontrar un rato para llevar a sus hijos a jugar al parque. Si la tierra es de quien la trabaja, el parque es de quien lo disfruta.