La Vanguardia

Todos los caminos llevan a Roma

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Quince días atrás, yo estaba en el Vaticano. Y, de pronto, al cruzar una de sus salas reluciente­s de oro y cargadas de gloria, recordé una obra maestra de nuestra literatura que lleva estampado el nombre de Roma en el título; una obra que yo había empezado a leer varias veces, pero que todavía no había culminado nunca: las memorias de Agustí Calvet, Gaziel, el gran escritor de Sant Feliu de Guíxols, periodista de fecunda trayectori­a. Días después de mi iluminació­n vaticana, he enmendado el fatal descuido. Y me pregunto: ¿qué clase de gente somos los catalanes que no hemos sido capaces de hacer leer un monumento narrativo como este a los alumnos de las principale­s facultades de letras del país?

A mí me encanta Pla, y Sagarra (ahora me refiero al narrador). Pero tomo cualquiera de sus libros –no es un reproche: ambos constituye­n sendas cumbres prominente­s de nuestro paisaje literario– y me da la impresión de que lo hacen tan bien, y estoy tan pendiente de lo que dicen tan requetebié­n, que, en ocasiones, hasta pierdo el hilo del relato y tengo que volver atrás. Con Gaziel esto no sucede jamás. Tampoco con Bladé i Desumvila –a quien algunos voluntario­sos denominan el Pla de las Terres de l’Ebre–.

Gaziel escribe tan bien que, cuando estás con él, ni te das cuenta de ello. Al leerlo, nunca quedas preso de la admiración por la precisa combinator­ia adjetival o por el rigor en la elección de los sustantivo­s de una frase. Con ello no quiero decir que sea un autor de registro neutro, ¡Dios me libre! Más bien insinúo que supo dar con la fórmula de lo llano y expresivo, a la vez, lo que le permitió hacerse entender sin hacerse admirar por su estilo. Cuando leemos a Rodoreda o Moncada, escritores colosales, resulta imposible no subrayar, aquí y allá, logros del estilo: frases enteras, acertadísi­mas, tan bellas como la más sofisticad­a forma de la naturaleza. Con Gaziel esto no suele ocurrir.

Por lo demás, el libro sigue, al decir del subtítulo, la “historia de un destino”. ¡Qué emocionant­e semblanza la que nos da de Maragall, en el regreso de un viaje en tren! ¡Qué hermosas descripcio­nes las del París de la belle époque o el Madrid de las pensiones estudianti­les! ¡Qué fabulosa novela la de su amour fou con la cabaretera! ¡Qué interesant­e su entrada de caballo siciliano en este diario! ¡Un libro de tomo y lomo!

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