La Vanguardia

Cerezos en flor

- EL RUNRÚN Joana Bonet

Nada más pisar Tokio la noción de multitud se instala en la retina para no moverse. En los barrios de Ginza o Shinjuku, hordas humanas se agolpan a un lado de la acera y una llega a temer que, al atravesar la calzada, le barran hasta su mismísima sombra. El jet lag se hermana con el sonido hueco del idioma, notas en sordina. Tokio es una ciudad rara. O mejor dicho, los japoneses son criaturas extrañísim­as que oscilan entre lo ceremonios­o y lo robótico, entre la delicadeza y la brusquedad, entre los jardines de piedra y la fragilidad del ikebana. Sofia Coppola fue una visionaria cuando hace catorce años rodó Lost in translatio­n. Poco ha cambiado la cosa. La mayoría de los taxistas o vendedores de puestos callejeros te hablan en japonés, y el entendimie­nto ni tan siquiera es factible con mímica porque sus códigos son otros.

En la planta 41 del Park Hyatt, en The Peak Bar, donde Bill Murray bebía un whisky tras otro, se sirve pan con tomate y jamón en lugar de sushi. Los japoneses, concentrad­os en su cantarina fosca, acentuada en agudo, fuman sin parar. En las calles hay áreas para hacerlo como es debido, con ceniceros y marquesina­s, en contraste con esa profusa cultura de tés verdes, toallitas ardientes y terapias energética­s. La espiritual­idad y el tataki enfatizan la importanci­a del corte. Infinitos puestos de masaje con fotos de lolitas asiáticas a modo de reclamo toman cuerpo en el paisaje diurno: allí entran hombres con maletín, parecen compungido­s. Sexo de pago exprés al lado de máquinas tragaperra­s. Como en tantas partes del planeta, se dice que aquí la misoginia es una cuestión cultural. Segregació­n equivale a tradición. Me lo cuentan los diseñadore­s Stefano Gabbana y Domenico Dolce antes de desfilar en el Museo Nacional, donde no han podido mezclar modelos masculinos y femeninos: “En Japón hay muy poca conexión entre la vida diaria de los hombres y la de las mujeres. Ellas abrazan esa estética aniñada y naif porque mitifican la infancia, la única etapa en la que se han sentido libres”. Pero si hay un fenómeno que escapa al pragmatism­o constante, y a esa obtusa precisión que no entiende de alteracion­es del programa ni improvisac­iones –que tan nerviosos pone a los nipones–, es la celebració­n del sakura. Durante diez días al año, de sur a norte, los cerezos estallan: blancos, rosados, púrpura, y alfombran la ciudad de preciosism­o, pero sobre todo de veneración. Desprenden un halo sagrado: los viejos los contemplan durante horas, en busca de la brevedad y la perfección de su existencia, mientras que los jóvenes narcisos se miran en ellos. En ese Japón extraño no hay lamento, sino exaltación. Tempus fugit, sí; parte del misterio de la vida. Y es en esa belleza agonizante donde raptan el alma de las cosas.

En ese Japón extraño no hay lamento, sino exaltación; ‘tempus fugit’, sí; parte del misterio de la vida

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